JORDI CANAL-El Mundo

El autor desgrana cómo el uso abusivo de la historia alcanza en el caso del independentismo catalán puntos «obsesivos y delirantes». «Los nacionalistas otorgan gran importancia a la construcción de un relato», explica.

EN 1988 los gobernantes nacionalistas catalanes organizaron el Milenario de Cataluña. En uno de los actos de aquella conmemoración, dedicado específicamente a la religión y a los diez siglos del nacimiento político de Cataluña, Marta Ferrusola, la esposa del entonces presidente de la Generalidad catalana Jordi Pujol, aseguró que «nuestra fe se alimenta con la lectura de los evangelios, nuestro nacionalismo se alimenta con nuestra historia». Un cuarto de siglo después, en 2014, la Generalitat independentista celebró con grandes fastos el famoso Tricentenario 1714-2014. En la presentación de los actos de aquel año, el president Mas afirmó, en la misma línea, que la historia era uno de los pilares principales o fundamentos de «nuestra nación».

Historia y nacionalismo mantienen relaciones profundamente viciosas en Cataluña. Cierto es que el uso y el abuso de la historia constituyen características fundamentales de todos los nacionalismos, pero en el caso de Cataluña esta circunstancia llega hasta puntos obsesivos y delirantes. Sirvan como ejemplo los intentos burdos y ahistóricos del Institut Nova Història de catalanizar a Santa Teresa, Colón, Hernán Cortés, Ignacio de Loyola, Leonardo da Vinci, Erasmo, El Bosco, Cervantes y El Quijote. Las teorías contubernistas de los Bilbeny, Cucurull y compañía reciben, desde hace años, jugosas subvenciones y premios de entes nacionalistas y el apoyo público de políticos como Pujol, Rull o Carod-Rovira.

Tiene la historia, en Cataluña, una dimensión muy especial a la hora de pensar el presente y el futuro. Cataluña es, como afirmara Ricardo García Cárcel, una sociedad enferma de pasado. El nacionalismo tiene buena parte de responsabilidad en esta dolencia, puesto que la historia, junto con la lengua, constituyen la base de la definición nacional de Cataluña –un argumento de fuerza para la reclamación de un Estado, como ya escribió Prat de la Riba en 1906–. Quizás no sea ninguna casualidad el notable número de historiadores metidos, en los tiempos recientes, a políticos independentistas, como Junqueras o Mascarell.

Historiadores o no, en cualquier caso, los políticos catalanes gustan de hablar y pontificar sobre el pasado. No otra cosa hizo el consejero de Interior de la Generalidad, Miquel Buch, el pasado 11 de septiembre. En unas declaraciones a la Cope, explicó que Cataluña «tiene una de las democracias más antiguas de Europa» y que, en 1714, «el Estado español invadió Cataluña por la fuerza». Ambas afirmaciones constituyen una burda manipulación que no puede resistir ningún análisis histórico crítico y serio. Mito, mentira e historia se han confundido siempre en la historia de Cataluña.

Los nacionalistas catalanes otorgan una gran importancia a la construcción de un relato, generador de identidad y sustentador de intereses y proyectos políticos. La historia ha resultado un instrumento fundamental en el proceso de nacionalización de la sociedad. El relato nacional-nacionalista de la historia de Cataluña ha sido y continúa siendo hegemónico. Ha sido elaborado por los historiadores para el nacionalismo catalán o bien simplemente apropiado por éste, con o sin permiso: desde el neorromanticismo patriótico conservador de Ferran Soldevila al nacional-comunismo romántico de Josep Fontana, sin olvidar a autores como Antoni Rovira i Virgili o Jaume Sobrequés, ni tampoco los precedentes provincialistas de Víctor Balaguer y otros en el siglo XIX.

En este relato histórico nacional-nacionalista, Cataluña constituye una viejísima nación que se dotó pronto, entre la época medieval y la moderna, de un Estado, siempre acechado por Castilla-España y en vías de convertirse, a finales del siglo XVII, en un modelo de democracia. El 11 de septiembre de 1714 supuso el fin de una nación y de un Estado. La nación revivió en el siglo XIX, con la Renaixença en lo cultural y con el catalanismo y el nacionalismo en lo político. El Estado propio se convirtió, en cambio, en los siglos XX y XXI, en una deseada e irrenunciable aspiración, a corto, medio o largo plazo. En estos más de mil años de historia hubo, supuestamente, momentos de desnacionalización y, por encima de todo, mucha resistencia frente a los ataques permanentes de Castilla-España, que fueron evidentes, según reza este relato, en las derrotas de 1714 o de 1939.

Desde un punto de vista estrictamente histórico, sin embargo, ni Cataluña es una antigua nación, ni el primer gran Estado-nación de Europa, ni fue un Estado, ni un modelo de democracia en el siglo XVII e inicios de la centuria siguiente, ni la Guerra de Sucesión o la Guerra Civil española fueron guerras contra Cataluña. Ya en 1938, el periodista Gaziel aseguraba que las obras que sustentaban este relato –él se refería sobre todo a la Història de Catalunya (1934-1935) de Soldevila–, a pesar de basarse en hechos reales, no contaban la verdadera historia de Cataluña, sino la historia del sueño de Cataluña. La historia nacionalista, al igual que toda historia con adjetivos ideológicos, era falsa.

El relato nacional-nacionalista fue cuestionado por algunos historiadores en el siglo XX. Los intentos parcialmente renovadores de Jaume Vicens Vives en las décadas de 1930, 1940 y 1950 –a pesar de una obra esencialista como Notícia de Catalunya (1954)– o de otros historiadores, ya desde el marxismo, en las de 1970 y 1980, con un intenso trabajo de deconstrucción de los mitos nacionales, no consiguieron desplazar al discurso dominante. Desde la última década del siglo pasado han regresado con fuerza inusitada algunos de los caracteres y problemas de la historia nacional militante. Ello resulta especialmente evidente en las obras de síntesis sobre la historia de Cataluña, en los textos de divulgación y, asimismo, en el amplio uso político que del pasado se está haciendo día tras día.

Tres razones me parecen fundamentales a la hora de intentar explicar el cambio de rumbo de la historiografía catalana a principios de la década de 1990. En primer lugar, el éxito del proceso renacionalizador pujolista y su gran interés e inversiones en la historia como pilar de un proyecto nacional. La crisis y el hundimiento del marxismo, en segundo lugar, que iba a llevar a muchos historiadores catalanes a abrazar el nacionalismo como fe de sustitución o, simplemente, complementaria. Ernest Lluch aludía, en 1994, al «pujolismo-leninismo». Finalmente, la fuerte presión ejercida sobre los historiadores catalanes para que definieran su compromiso nacional –o catalán o español– que se vivió en la primera mitad de los años 90, con polémicas y libelos anónimos denunciando a los traidores que estaban al servicio de España.

DESDE FINALES del siglo XX, el relato nacional-nacionalista en la historia de Cataluña –inculcado desde la escuela y las instituciones autonómicas, así como repetido una y mil veces en la televisión y medios de comunicación públicos o bien subvencionados– carece, con escasísimas, aisladas y vilipendiadas excepciones, de alternativa. Un par de libros, una revista y un congreso ejemplifican adecuadamente su pervivencia y su fuerza: Història de Catalunya (2007), de Jaume Sobrequés; La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (2014), del recientemente fallecido Josep Fontana; la revista de divulgación Sàpiens, controlada por algunos de los ideólogos del proceso independentista; y, finalmente, el tristemente célebre coloquio Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014), de 2013, patrocinado por la Generalidad, organizado por Sobrequés e inaugurado con una conferencia de Fontana.

La incapacidad para distinguir entre hacer historia y construir patria ha sumido, en la actualidad, a buena parte de la historiografía catalana en un pernicioso e improductivo ensimismamiento. Mientras que la militancia, la connivencia o el silencio ante el nacionalismo erosionaron profundamente la profesión durante años, el proceso independentista ha acabado situando, en el siglo XXI, a los historiadores catalanes al borde del abismo. La mezcla de nacionalismo e historia resulta, en fin de cuentas, aquí y siempre, nefasta.

Jordi Canal es historiador y profesor en la EHESS (París). Su último libro publicado es Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña (2018).