José Ramón Recalde
Un agujero negro, bordeado por una circunferencia de acero, el orificio de salida del cañón de una pistola, fue lo primero que vi al salir del coche. Luego sonó el disparo y sentí el impacto en la cabeza. Me volví y me dejé caer en el coche, sobre María Teresa.
Un agujero negro, bordeado por una circunferencia de acero, el orificio de salida del cañón de una pistola, fue lo primero que vi al salir del coche. Luego sonó el disparo y sentí el impacto en la cabeza. Me volví y me dejé caer en el coche, sobre María Teresa.
-¿Qué ha sido?, preguntó ella.
-Un tiro, contesté.
-Pero ¿a quién han disparado?
-A mí.
La persona que disparó -no recuerdo más que un niqui claro, no sé si era hombre o mujer- había huido. Abrimos la puerta y subimos las escaleras, hasta la primera planta. Me senté en una silla de la cocina y le indiqué a mi mujer el teléfono de urgencias al que debía llamar, cuyo número recordaba. Luego, ya no recuerdo cómo, decidimos llamar a los hijos. Me sentí débil y le apreté la mano a mi mujer, pensando que me moría. No se lo dije, pero ella, seguramente para animarme y para animarse, afirmó:
-De un tiro en la boca no se muere nadie.
Pensé, por unos instantes, en mi vida entera, en lo que había hecho, en lo que podía haber hecho y no hice. Al poco tiempo llegó la ambulancia y me dejé llevar.
Eran las ocho y cuarto de la tarde del día 14 de septiembre de 2000. Un mes antes había cumplido yo setenta años.
osé María Setién es una persona a quien conozco desde niño, desde el colegio del Sagrado Corazón, en San Sebastián. Era alumno en una clase dos o tres cursos superior a la mía y, por consiguiente, yo le recordaba más a él que él a mí. Le recordaba como uno de los alumnos destacados de su clase, por estudios -entonces, la jerarquía escolar se manifestaba más expresamente que ahora- y por deporte. Era un buen jugador de fútbol del equipo del colegio. Un líder.
Más tarde se fue al seminario y se ordenó sacerdote. De entonces procede mi nuevo encuentro. Era un cura social, abierto y moderno, o esa es la idea que de él conservo en aquella época en la que, junto con otros, se comprometieron en la renovación del pensamiento social de la Iglesia y en discusiones más concretas en las que yo participé. Una de ellas fue, en los años cincuenta, sobre la fórmula jurídica que había de darse a ese movimiento que luego ha sido el cooperativismo empresarial de Mondragón. Los recuerdos pierden precisión y, junto a los líderes empresariales de ese movimiento que, en su conjunto, ha constituido el grupo industrial más importante de Guipúzcoa y uno de los más importantes de España -Gorroñogoitia, Ormazábal, Larrañaga- estaban también los líderes religiosos: el padre Arizmendiarrieta, en posición central, pero también, en algún momento, Suquía (más tarde, cardenal Suquía), Ricardo Alberdi (cercano al FLP y más tarde arrinconado por Setién) o el mismo Setién. Si bien la decisión que adoptaron fue la acertada, un cooperativimo con una importante dinámica de reformas y de protagonismo, al principio buscaron, sin encontrarlas, fórmulas mercantiles más tradicionales. Puedo testificar que, en sus primeros momentos, la cooperativa no fue una convicción ideológica, sino una adaptación a las posibilidades de la realidad.
Luego Setién fue nombrado obispo y, por último, obispo de San Sebastián. Hoy me ha quedado de él la imagen de un clérigo que ha invadido desconsideradamente el campo de la política, con una ideología nacionalista expresa. Mi reproche fundamental no se lo dirijo tanto por su militancia política cuanto por haber construido su edificio mental sobre la preeminencia de la Ciudad de Dios por encima de la de los hombres. Una apuesta altiva, incluso soberbia.
Yo pienso que en su actitud se da un error teórico y ético profundo que, a su vez, es la racionalización de su idea nacionalista del País Vasco. El error es el del agustinismo y me refiero, con esta calificación, a algo que ha sido una corriente constante, en el pensamiento de la Iglesia, por lo menos desde que San Agustín, librando su ambigua batalla contra los maniqueos -¿tantos años luchando contra los maniqueos y sin poder librarse del maniqueísmo!-, enuncia su tesis sobre la Ciudad de Dios. Sé que estoy simplificando y que no es lo mismo Agustín que los agustinistas. Pero esa idea central de que, como portavoz de la Ciudad de Dios se tiene derecho a juzgar, desde una posición de superioridad, las construcciones políticas de los hombres, es algo que introduce un factor de inseguridad en la política, como construcción autónoma.
Hay una tendencia a una especie de comprensión de la ética como terreno que, aunque en su ejercicio concierne a todos, sólo puede ser enunciada, en última y definitiva instancia, desde la Ciudad de Dios. Y no se trata de un reproche histórico sino de una línea constante -evidentemente, no exclusiva- en el pensamiento clerical. Esto ha tenido efectos perniciosos para la construcción de la sociedad política, puesto que ha menospreciado lo específico y lo necesario de la ética consecuencialista negada en la práctica cuando la ejercen los laicos -desde una ética de los principios, ejercida en monopolio por la Iglesia-.
Lo hemos visto en la historia de nuestro pueblo, cuando el clero vasco se rompe en dos bandos, en la guerra, lo que da fuerzas a uno de los dos bandos, el vencedor, para participar en una actuación feroz; lo vemos de forma cotidiana en nuestra realidad actual, y este modo de pensar sigue presente incluso cuando, al hacerse laico el pensamiento clerical, su radicalismo y su fundamentalismo sirven de aparato ideológico a los violentos.
Se considera que toda ciudad de los hombres es algo relativo, en el que tienen igual valor el poder constituido y el que se alza contra dicho poder. Por el contrario, la democracia no es algo éticamente relativo, que pueda ser definido desde la Ciudad de Dios. La conciencia del obispo de San Sebastián le ha impedido, ante un pueblo dividido, tomar partido, no contra la violencia, pero sí contra el bando de los violentos. Uno tiende a sentirse más próximo del sentido ético de Kant y del valor que otorga al Estado. Mucho más todavía cuando ese Estado es la expresión democrática de una sociedad de ciudadanos y tiene su propio procedimiento de afirmación y de modificación.
Se me ocurre pensar si, tras esas tomas de posición, que desmovilizan la lucha por la paz, no está oculta, como decía, una de las ideologías propias de la Ciudad de los Hombres, el nacionalismo, opción perfectamente legítima, salvo cuando se presenta acorazada desde la condición de Ciudad de Dios. La autocrítica exigida tendría que ser, en tal caso, también individual: ¿no habrá algo de hipocresía o, si no, de soberbia?
No será fácil que desaparezca de la memoria de los vascos esa imagen de monseñor Setién, pasando por delante de los concentrados ante el Ayuntamiento de San Sebastián, que pedían la libertad de un secuestrado por ETA, sin dignarse dirigirles, ya no una palabra, sino ni siquiera una mirada. Este acto sin piedad -¿despiadado o impío?- quedará ligado a nuestro recuerdo de su Ciudad de Dios.
LA OBRA
Donostiarra: José Ramón Recalde Díez nació en San Sebastián hace 74 años. Está casado con María Teresa Castells y tiene cuatro hijos.
Atentado: El 14 de septiembre de 2000 salvó la vida después de que un etarra le disparara en la boca.
Abogado: Es catedrático emérito en Deusto y uno de los intelectuales más prestigiosos de Euskadi.
Político: Veterano luchador antifranquista y fundador del Frente de Liberación Popular, sufrió cárcel y torturas. Fue consejero de Educación y Justicia del Gobierno vasco.
‘Fe de vida’. Memorias. El autor entremezcla en 392 páginas sus recuerdos personales con los acontecimientos más destacados de nuestra historia reciente.
Editorial: Tusquets Editores. A la venta, el 13 de octubre (20 euros).
José Ramón Recalde