Nada, que no me libro. Harto de los catalanes (subespecie de los españoles a la que pertenezco) me mudé a Cádiz en 2019 y a Madrid en 2020. Dos años me ha durado la dispensa de identitarismo. Porque ahora ha llegado a la presidencia del PP un Alberto Núnez Feijóo que ha diseñado para su partido un generalato de gallegos y andaluces. Las cuotas siempre han existido, pero lo de Feijóo es diferente porque responde a un nuevo modelo de partido abiertamente federal pero, sobre todo, federalizante. Igual hasta se acaba entendiendo mejor con el PSC que con Isabel Díaz Ayuso.
Las próximas elecciones generales serán así una batalla entre las elites vascocatalanas que heredamos del franquismo, aliadas como siempre con el PSOE, y ese novedoso eje sevillano-compostelano que no aspira tanto a acabar con la influencia regionalista en el Gobierno como a cambiar el soniquete de esa influencia. Por mí vale si cambiamos a Jordi Évole por el Comandante Lara y a Unai Sordo por Cristina Castaño.
No será desde luego el cambio que necesitamos los españoles, pero sí el que muy probablemente nos merezcamos. Vista y catada la alternativa, que así sea. Que La Coruña sea el nuevo Bilbao y Málaga, la nueva Barcelona. Algo ganamos con el cambio. Higiene intelectual, social, económica y política, para empezar. Aunque el resultado sea posponer de nuevo esa España de ciudadanos libres y limpios de linajes que hoy sólo se vislumbra en el Madrid de Ayuso y José Luis Martínez-Almeida.
En cierto modo, ¿cómo podría ser de otra manera? La decapitación de Pablo Casado fue tanto consecuencia de la sicalíptica guerra declarada por Génova contra la presidenta de la Comunidad de Madrid como de la revuelta orquestada por unos barones cuyo concepto del partido será ahora trasladado al programa electoral del PP. Si en el PP el federalismo ha servido para echar a Casado y Teodoro García Egea de Génova, ¿por qué no va a servir para echar a Pedro Sánchez de la Moncloa?
Lo escribía este fin de semana Juan Fernández-Miranda en un artículo en el ABC: «Cuando el presidente Feijóo acudió a la sala de prensa a saludar a los informadores y se encontró a este humilde plumilla no le saludó por su nombre, sino por su origen –’hombre, asturiano’–, y como todo el mundo sabe Asturias es España y lo demás, tierra conquistada». Otra noticia en el mismo diario decía «Feijóo pone al extremeño Monago en el Comité de Garantías y al gallego Diego Calvo en el Comité Electoral».
El fierro quemador siempre por delante, no sea que haya confusiones entre ganaderías.
Aparentemente, del problema generado en España por el independentismo, el regionalismo, el cantonalismo y el provincianismo se sale con más autonomismo y «bilingüismo cordial». Cordialidad, que no falte. El problema de las autonomías, ya saben, es el mismo que el del comunismo. Que no se aplicó bien la primera vez. Pero seguro que ahora sale bien. Con cordialidad.
De cómo se conjuga el liberalismo que pretende Feijóo con ese autonomismo de nacioncitas en eterna construcción y sempiterna parálisis extractiva hablamos otro día. Cordialmente, claro.
A fin de cuentas, si el Congreso de los Diputados va camino de convertirse en una asamblea de delegados cantonales, cada uno con su carpeta de exigencias pastoriles bajo el brazo (un tractor para Cipriano, un polideportivo para Abelardo, una rotonda para Consuelo), ¿por qué no fluir con el signo de los tiempos y dejar que los principios sean sustituidos por ese circo autonómico de diecisiete pistas que convirtió a España en el país con los peores resultados sanitarios y económicos del mundo durante la Covid?
No le arriendo desde luego las ganancias, eso sí, al estratega del PP que deba justificar por qué la arquitectura federal que propone Feijóo para el PP y para España no debe, en cambio, ser oficializada en la Constitución en forma de república federal.
Pero ya cruzará Feijóo ese río cuando llegue a él. Siendo gallego, igual le cuesta decidir si echarse a nadar río arriba o dejarse llevar corriente abajo.