FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • El líder del PP se pliega a las posiciones más radicales. O sea, que no ejerce el liderazgo

La mayoría de las democracias polarizadas suelen caracterizarse por tres rasgos: uno es que el cuerpo político se escinde en dos partes, nosotros y ellos; otro, que las posiciones de cada grupo acaban moralizándose; cada cual ve al otro no como errado o de ideas más o menos débiles o rechazables, sino como imbuido del mal. Y con el mal no se negocia; se le combate hasta el final. Y, por último, que la construcción del enemigo sirve para definir la propia identidad política. Solo gracias a la continua delimitación negativa del otro podemos cohesionar el nosotros. Aún cabe añadirle otra característica: que las fronteras entre una y otra parte son minuciosamente vigiladas por toda una constelación de medios, tuiteros y otros tábanos de los que pululan en el espacio público, encargados de mantener siempre viva la llama del enfrentamiento.

Si nos fijamos, nuestro bibloquismo encaja como un guante en este modelo. Lo hemos visto de nuevo en los intentos por renovar órganos centrales como son el CGPJ y el Tribunal Constitucional. Un ejemplo más, quizá límite, de que esto no tiene remedio. Lo más frustrante es que algunos sinceramente pensábamos que ahora, con Feijóo, la cosa iba a cambiar. Sabíamos que era difícil, porque estamos ya en modo electoral y porque los vigilantes de la pureza de su bloque estaban empezando a sacar las uñas. Decepción. El nuevo líder del PP se pliega a las posiciones más radicales. O sea, que no ejerce el liderazgo. Son otros los que deciden hacia dónde debe inclinarse el líder, no el dirigente el que dispone adónde debe dirigirse su grupo.

Dos puntos más, ambos bien expresivos de la toxicidad nuestra polarización. El primero tiene que ver con la obviedad de que no es discrecional renovar estas instituciones, ¡es una obligación constitucional! ¿Qué es eso de que un partido decida si le viene bien cumplir o no cumplir la Constitución; o que ha resuelto hacerlo cuando goce de mayoría? ¿No se supone que estamos en un Estado de derecho, que la ley manda? Y esto último me sirve para traer a colación el segundo punto, esa perversión de mirar a los jueces con anteojos políticos, como si su función no fuera el ser la boca de la ley, aplicar el derecho. Nuestra clase política los percibe, por contra, como sectarios, doctrinales, hooligans de un partido u otro ―”quieren colarnos un juez de ERC”, gritaban en el PP―, como si la ley fuera un chicle que se puede moldear al gusto político de quien la aplica. Los habrá de convicciones políticas distintas, bien lo sabemos, pero el que puedan trasladarlas a sus sentencias depende de qué tan clara y contundente sea la redacción de la ley, y eso es responsabilidad del Parlamento, o sea, de los políticos. Si quieren evitar hermenéuticas jurídicas creativas y sesgadas esmérense en su redacción.

Esta última semana se venían haciendo cábalas en sectores de la derecha sobre las causas del bajón demoscópico del hasta ahora casi intocable Feijóo. El resultado al que han debido de llegar es que era demasiado condescendiente con el Gobierno, que había que dar un golpe de autoridad. En nuestro país esto se suele traducir en una acentuación del tono de la confrontación para mantener prietas las filas. ¿Y qué mejor que la salida del pacto? Veo que hay ya, además, todo un argumentario justificador para consumo de sus fieles. Lo sorprendente es que parecen ignorar que lo que provocó el efecto Feijóo fue precisamente lo contrario, su supuesto talante negociador y sentido de Estado. ¿Acaso no era esto lo que lo diferenciaba de Casado?