Editorial-El Español
El presidente del Gobierno ha cuestionado repetidamente la supuesta obsesión de sus rivales con un «sanchismo» que sería una pura fantasmagoría. Pero que Pedro Sánchez ha introducido en la vida política española un modelo de gobernabilidad inédito alejado de la trayectoria histórica del PSOE lo prueba la oposición interna de figuras como Felipe González.
González ha sacudido la precampaña electoral al suscribir la propuesta de Alberto Núñez Feijóo de permitir gobernar a la lista más votada para dejar fuera de juego a los extremismos a izquierda y derecha. Aunque EL ESPAÑOL no ha ahorrado en críticas y recordatorios de los episodios oscuros en el historial político del expresidente, no puede por menos de celebrar este análisis lúcido que es también un pronunciamiento valiente, puesto que contradice el fundamento mismo de la doctrina sanchista.
La vindicación de González de los «pactos de centralidad» como antídoto a la polarización y su invocación de la memoria de los Pactos de la Moncloa no podían ser más acertados. Y contrastan con la intransigencia de otro expresidente, José Luis Rodríguez Zapatero, a quien el PSOE ha querido convertir en uno de sus principales activos de campaña.
Zapatero, que ya parece haberse erigido en portavoz de Sánchez, ha replicado este lunes a la petición de González considerando «impensable» que el PSOE ofrezca sus votos o su abstención al PP en el caso de que este resulte triunfador el 23-J. El expresidente ha justificado su rechazo en la negativa del PP a abstenerse en 2019 para facilitar la investidura de Sánchez y evitar la repetición electoral.
Aunque es cierto que el PP de Pablo Casado no se destacó por su disposición al entendimiento con el PSOE, en las palabras de Zapatero resuena el argumentario según el cual a Sánchez no le quedó otra opción que apoyarse en la fórmula Frankenstein.
Una argumentación tramposa, pues Sánchez pudo pactar con Ciudadanos antes de condenarse a la dependencia de una miríada de socios radicales en la que le situaron los resultados del 10-N.
Y, sobre todo, es tramposa porque pasa por alto que fue Sánchez quien colocó previamente al PSOE en el marco del bibloquismo y las trincheras impermeables con el centroderecha. Sánchez llegó a la secretaría general a lomos del «no es no» y siguió cabalgando este frentismo en la moción de censura y en su última legislatura.
Por tanto, es él quien tiene ahora la responsabilidad de sacar a su partido de este esquema de confrontación. Pero lo que revela la resistencia de Sánchez a ofrecer un gobierno en solitario es su intención de repetir la «coalición progresista» (esta vez con Yolanda Díaz) y la mayoría con Bildu y Esquerra.
Al mismo tiempo, que se niegue a dejar gobernar a Feijóo en caso de que gane demuestra que su preocupación por la entrada de Vox en las instituciones no es sincera. De serlo, Sánchez correspondería al compromiso histórico adquirido por el líder de la oposición de ofrecer a priori su abstención, en lugar de echar al PP en manos de la ultraderecha.
Y tampoco vale el argumento de que Feijóo enuncia esta exigencia de reciprocidad desde la posición de comodidad que concede saberse ganador del 23-J. Porque lo que sugieren las últimas encuestas (como la de SocioMétrica, según la cual el PSOE logra reducir en un punto su distancia respecto al PP y registra su mejor cifra de intención de voto desde noviembre de 2020) es que no sería inverosímil del todo una remontada de Sánchez. Y, por tanto, un escenario en el que Feijóo se viera obligado a cumplir con su palabra para no dar lugar a una segunda temporada de la «coalición progresista».
El compromiso de Feijóo ha quedado probado por su régimen de pactos postelectorales tras el 28-M, habiendo prestado su apoyo al PSOE a cambio de nada en plazas como Barcelona o Vitoria para excluir a las opciones extremistas.
Sánchez debe escuchar a históricos socialistas como Felipe González. En sus manos está romper con una política de bloques que abocaría a Feijóo a un Frankenstein especular de signo contrario. De Sánchez depende abrir una nueva era política que frene el deterioro de los grandes consensos sociales, recupere la cultura de los pactos de Estado y revierta el tensionamiento de la convivencia.