A pesar de estas matracas, es agradable vivir en un país donde sólo seis millones –¿sólo?– detienen la Nochebuena para sentarse delante del televisor a oír un mensaje del jefe del Estado. O quizá simplemente les pilla delante de la tele. Y si fueran tres millones, pues muy bien. O dos. Tal vez eso sea un fracaso de TV, pero es un éxito como sociedad. Fracaso es cuando te examinan de espíritu nacional y hay que acudir a una plaza o explanada a oír al dictadorzuelo de turno, ya sea un Franco o un Fidel. Cuando no hay que aprenderse consignas del jefe del Estado o satisfacer su ego en loor de multitudes, ya va bien.
Resulta saludable, claro, que haya antimonárquicos. Eso sí, sería mucho mejor si dieran un tono algo más inteligente. Pero se enrabietan porque el Rey se limita a enfatizar los valores comunes de tolerancia, sin subirse siquiera a la peana de jefe del Estado para marcar agenda política. Si acaso peca de tedioso al solemnizar lo obvio, que es como la Corona escenifica su rol. Y eso es lo que hace tan evidente, en los argumentos del día después de los antimonárquicos, un aire chusco de consignas prefab. Es fácil imaginarlos a la salida de la Cumbre independentista:
– ¿Tenéis ya preparada la crítica al mensaje de Navidad del Borbón?
– Sí, atacaremos por «no nos representa a todos los españoles»…
– Ah, molt be. Nosotros le damos apagón, pero ya saldremos con su falta de sensibilidad…
La marea populista que refuta la Transición e impugna el 78 de algún modo ha de revolverse contra la Casa Real, por más que ésta cuide una imagen moderada y aburridamente sensata. Es lo suyo. Y la realidad no va a alterarles el guión de su #FelipeAsíNo. Claro que esa arbitrariedad seudorebelde de oficio resulta infantiloide. De hecho se han convertido en los grandes propagandistas de la monarquía en el siglo XXI: nadie contribuye tanto como ellos, desde el ventajismo de su irracionalidad, a que se simpatice con la Corona. Incluso sin ser monárquico.