Ignacio Camacho-ABC

  • Desde aquel marzo dramático la política no ha hecho más que pulsar al azar los botones del cuadro de mandos

El año pasado tomamos las uvas casi solos pero ilusionados con el espejismo supersticioso de que para espantar la tragedia bastaría con cambiar un dígito por otro. Y sólo en enero, ya con la vacunación en marcha a ritmo lento, la pandemia se cobró once mil muertos para los que el anhelado remedio no llegó a tiempo. A lo largo de 2021 cayeron unos treinta mil más, aunque el número total de víctimas del Covid sigue siendo una cábala en el marasmo de datos del Gobierno. Así que cuando decimos que estamos mejor conviene hacer una pausa de respeto en memoria de los que no sobrevivieron. La que el miércoles olvidó el presidente cuando proclamaba que su gestión (?) de la pandemia ha sido un éxito.

Estamos mejor porque las vacunas minimizan la gravedad del ataque del virus, no porque nadie haya sido capaz de contener la nueva y más alta oleada de contagio masivo. Fuera de ese avance científico, la política no ha aportado en la crisis sanitaria más que incompetencia, propaganda y oportunismo. Lo hemos vuelto a comprobar en los últimos días con el recorte arbitrario de las cuarentenas y el sainete de las mascarillas, medidas por completo ajenas al criterio de la epidemiología. Desde aquel marzo dramático las autoridades no han hecho otra cosa que pulsar al azar los botones del cuadro de mandos. Unas veces el mecanismo funcionaba en un sentido y otras en el contrario, y así hemos ido tirando en un juego de abierto/cerrado que atrapaba la salud, la libertad y la economía en el fuelle de una suerte de acordeón macabro. Han pasado veinte meses y dos Nocheviejas y a ese respecto nada ha cambiado, pero seguimos agarrándonos al pensamiento mágico de cada cabo de año. Como si la fecha fuera culpable del fracaso.

La única enseñanza del coronavirus es la endeblez de las certezas que sostenían una sociedad de apariencia invulnerable, sólida, perfecta. Ha puesto en ridículo a los falsos profetas, desnudado a los ventajistas que daban por definitivas las treguas y hasta malparado el prestigio chamánico de una ciencia forzada a acortar más allá de lo razonable sus plazos de respuesta. Y ahora necesitamos creer que va a admitir la ‘convivencia’ y convertirse en una enfermedad endémica sin continuar mutando para sorprendernos de otra manera. Existen indicios de que ésa puede ser al fin la hipótesis cierta pero en todo caso resulta más cómoda que acostumbrarse a andar a tientas o asumir la fragilidad de nuestra ficticia convicción de fortaleza.

Quizá el error de fondo, el existencial, haya consistido en la obsesión, tan humana, por volver a vivir como siempre. Eso no es posible cuando se dejan atrás ochenta, cien, ciento veinte mil muertes. Después de una debacle de esa escala ninguna sociedad sale indemne, ni mucho menos más fuerte. Mientras dure la peste, quede lo que quede, habrá que conformarse con vivir en presente. Y con que el 22 sea leve.