JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Si el Gobierno y el PSOE consuman la deslealtad a la Constitución que supone el olvido de los delitos del separatismo, este 11 de septiembre puede marcar el principio del fin de nuestra democracia

El hecho de que Pedro Sánchez sea un político ágrafo —su autobiográfico Manual de resistencia fue obra de una brillante periodista en cuyo grupo parlamentario militó— es escaparate de la calidad intelectual y moral de nuestro presidente del Gobierno en funciones, que aspira a serlo de nuevo mediante el procedimiento Frankenstein: reconstruir un zombi a base de los despojos de unos cuantos incipientes cadáveres. Su ausencia de criterio le puede llevar a apoderarse de lo peor de la historia del PSOE y desdeñar lo mejor de su tradición, que es su contribución a la modernización de España, al restablecimiento democrático y a la reconciliación entre vencedores y vencidos de una espantosa guerra civil.

No hay ideología, ni siquiera un plan ni para su país ni para su partido, en la dirección política de Sánchez, sino solo un relato, o varios por mejor decir, cuyos guiones parece él mismo incapaz de redactar. Tiene, en cambio, el desparpajo y la desfachatez de los buenos intérpretes. Pese a ello, le será imposible convencer a nadie de que su sumisión al separatismo catalán y el irredentismo vasco forma parte de un proyecto de convivencia del que no hay noticia alguna en el programa electoral de su partido. Y terminará siendo rehén de quienes quieren apuntillar el Estado que él ha prometido solemnemente defender. Incapaz de asumir que ha perdido las elecciones y de que sus socios en una eventual coalición, salvo los herederos del terrorismo etarra, sufrieron un descalabro electoral, pretende publicitar como capacidad de resistencia lo que a todas luces, si se produce, será una rendición. La presunción de que la crispación social en Cataluña ha descendido gracias a su gestión es totalmente gratuita. Si ha disminuido el activismo de los separatistas catalanes y la violencia de sus más extremistas defensores, es porque el procés fue derrotado por la acción de la justicia tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que el propio Sánchez avaló junto a Rajoy.

Este artículo se publica hoy, 11 de septiembre, día de la fiesta nacional de la comunidad autónoma catalana en recuerdo de la derrota de los partidarios del archiduque Carlos frente al ejército borbónico. Aquello fue el final de una guerra de sucesión por la corona de España que enfrentó a Inglaterra y Alemania contra la dinastía francesa y su descendiente, instalado en el trono de Madrid. Ese conflicto genuinamente europeo redistribuyó el poder en el continente y derivó en una guerra civil entre españoles. Pero el calendario político del 11 de septiembre recuerda hechos mucho más recientes y dramáticos para la historia de las democracias. En 1973, el general Pinochet bombardeó el palacio de La Moneda en Chile, y el presidente Allende se suicidó, dando lugar a una larga dictadura militar. Un cuarto de siglo después, el atentado de la yihad islámica contra las Torres Gemelas de Nueva York supuso el primer ataque armado a Estados Unidos en su territorio desde la agresión japonesa a Pearl Harbor.

La celebración de la Diada catalana responde a un sentimiento histórico de agravio por la pérdida de los derechos forales de la Corona de Aragón tras aquella batalla de hace tres siglos. Pero el acto de este año amenaza con convertir la fecha en un símbolo relevante de un nuevo ataque a nuestras libertades democráticas, la igualdad de los españoles, la unidad territorial y la supervivencia del Estado de derecho. Amenazas así no son exclusivas de nuestro país. Vivimos un cambio de civilización que impone desafíos y demandas en la gobernanza de los pueblos. Pero cuando el sistema necesita de reformas que garanticen la pervivencia de los valores de la democracia, padecemos una desoladora sequía de liderazgo intelectual, moral y político. Los gobernantes incapaces tratan de ocultar su incompetencia en el relato: el discurso de la demagogia, las hogueras del populismo, la polarización social y el odio al diferente.

Ejemplo universal de esa tendencia es Donald Trump, capaz de convertir sus probables delitos y su libertad bajo fianza en exitosa campaña electoral. En España nos había salido una versión provinciana del personaje, un Trump a la catalana, con el pelo revuelto y la inopia intelectual del americano, fugitivo de la justicia, acusado como él de delitos contra la democracia y de disponer del dinero público en su beneficio y a su antojo. Pero ese histrión había casi desaparecido del mapa de la política española; el Parlamento Europeo le denegó la inmunidad y una orden de captura internacional pende sobre él pese a la prudencia en renovarla del juez instructor del caso. Hasta que el presidente y la vicepresidenta del Gobierno derrotado en las urnas, hoy en funciones, le han regalado el protagonismo del 11 de septiembre catalán a cambio de salvar ellos el pellejo.

No citaré la abundante doctrina jurídica que establece que ni la amnistía ni la autodeterminación caben en nuestra Constitución, doctrina suscrita y difundida hasta hace nada por el propio Sánchez y sus ministros. Tampoco he de insistir en la patética imagen de una vicepresidenta del poder ejecutivo en amistosa conversación con un fugitivo de la justicia. Que el Gobierno de España esté dispuesto a desafiar la independencia del poder judicial, tras el maltrato y la manipulación que tanto el PSOE como el PP han perpetrado contra la renovación de su Consejo, es un descrédito para nuestra democracia y una estocada contra los derechos y la igualdad de todos los españoles ante la ley. El relato adicional de todo este lío pretende asegurar que el objetivo es construir un Gobierno de progreso, nada menos que gracias al apoyo de dos formaciones reaccionarias y supremacistas, demandantes o poseedoras de beneficios fiscales a los que no tienen acceso ni derecho el resto de los españoles. Para escenificar esa futura política progresista, nos han regalado recientemente la fotografía en grupo de varios expresidentes de la Generalitat: uno acusado de asociación delictiva para robar cientos de millones; otro inhabilitado en sus funciones por desobediencia a la autoridad electoral y un tercero que se fugó acurrucado en el maletero de su coche huyendo de la Policía tras cometer un verdadero delito de lesa patria. Les acompañaba un cura frailón para que no cupiera duda de qué idea del progreso anida en el separatismo que Sánchez aspira a cooptar.

Por lo demás, es obvio que hay un conflicto político en Cataluña que es preciso resolver políticamente. Ya se concedieron los indultos, condición lógica para el diálogo, y otras modificaciones penales, incluida la increíble e inmoral norma que beneficia a los políticos malversadores del dinero público. Pero no se puede restaurar la convivencia en Cataluña, y la de las instituciones de Cataluña con las del resto de España, sin contar con el jefe de la oposición, ganador de las recientes elecciones. Un presidente de Gobierno, aún en funciones, no debe olvidar que lo es de todos los españoles. No es cierto, como algunos dicen, que la gobernabilidad del país dependa del Trump catalán, sino de la voluntad política de Sánchez. También de la calidad moral de los diputados socialistas que deben su escaño a sus electores, cuyos intereses representan, por muy obedientes que quieran ser a los responsables del partido que les incluyeron en las listas. Si el Gobierno y el PSOE consuman la deslealtad a la Constitución que supone el olvido de los delitos del separatismo, este 11 de septiembre puede marcar el principio del fin de nuestra democracia.

Tan preocupado como está Sánchez por su lugar en la Historia, ha de elegir pues el relato que le toca interpretar: el de un líder defensor de las libertades y el Estado de derecho frente al supremacismo excluyente, o el de un presidente felón para quien cualquier deslealtad está permitida si es remunerada.