Alberto Gil Ibáñez-El Español
  • Los gobiernos nacionalistas llevan gastados millones de euros en sembrar de cizaña antiespañola la mente de sus ciudadanos.

En 1971, el catedrático californiano Philip Wayne Powell escribió un libro sosteniendo que las relaciones de Estados Unidos con el mundo hispano se habrían basado en prejuicios totalmente falsos dirigidos a construir un «árbol de odio» entre ellos.

Powell realizó un estudio detallado de los programas de enseñanza estadounidenses demostrando que estaban trufados de menosprecios injustificados hacia España, su imperio y su legado, introduciendo el término «hispanofobia». Pero el bueno de Powell no podría pensar que 52 años después, el odio más acerado hacia a los españoles no provendría tanto de nuestros competidores cuanto de la propia España.

Antes se menospreciaba al español de fuera llamándoles maquetos o charnegos. Ahora se califica a todos los que no comulgan con el dogma separatista como «ñordos» (literalmente «excremento»).

No hay más que darse una vuelta por las redes sociales y visitar los perfiles no sólo de anónimos ciudadanos, sino de conocidos políticos. Recientemente, con motivo del paso de la DANA por Madrid, pudo comprobarse el grado de inquina con deseos expresos de muerte para todos los madrileños, del que no se libraban los que votaran a partidos de izquierda.

De hecho, tenemos muchos más separatistas tras 45 años de continuas cesiones en democracia de los que existían tras 37 años de dictadura, lo que debiera hacernos reflexionar.

Ciertamente, los errores de unos y otros hicieron que las dos Españas se consolidaran durante el siglo XX y acabaran colisionando violentamente en una fratricida guerra civil. Y ello a pesar de que, hasta el siglo XIX, España había sido el país de Europa con menos guerras civiles. Incluso la guerra de sucesión de 1701 fue más una guerra europea que española.

No obstante, pasados 37 años de la guerra civil, las cortes franquistas protagonizan un harakiri institucional. Y una generación que no había protagonizado la guerra puso un nuevo rumbo sobre la base de una constitución plenamente democrática, una monarquía parlamentaria al estilo de los países del norte de Europa y el principio de reconciliación nacional.

«Lo que pretende el independentismo es mantener su cortijo lujoso a costa de destruir la casa común»

Parecía que recuperábamos el pulso histórico que podría situarnos de nuevo entre las grandes naciones del mundo, como lo habíamos sido en el pasado. Pero una vez más no contábamos con el enemigo interno, el más letal de todos. Y eso que el primer conflicto fue entre hermanos (Caín y Abel) y no ganó precisamente el bueno.

Pasados 40 años de la transición, una generación (de la ESO) que no vivió la guerra civil ni protagonizó la transición asiste complaciente al volado calculado del marco colectivo que venía uniendo a los españoles desde hace más de 500 años. Para ello todo vale hasta que un lehendakari afirme que se trata de volver a los tiempos de los Austrias.

¿Se pretende defender acaso la vuelta al absolutismo y cargarse el Parlamento? No es extraño que el nacionalismo defienda esto. Pero convendría aclararlo, sobre todo para que no les tachen injustamente de progresistas, lo que para ellos debiera ser un insulto.

De hecho, presentar al nacionalismo supremacista, racista y disgregador como progresista resulta chocante. Una cosa es que haya partidos separatistas que se consideren de «izquierdas», y otra muy distinta que busquen el interés común.

Lo que pretenden es mantener su cortijo lujoso a costa de destruir la casa común, incluida la caja «única» de la Seguridad Social, haciendo inviable cualquier política de solidaridad.

El problema no es Madrid, el problema es el cupo y la filosofía que representa. Para ello toda España debe revivir diariamente la guerra civil de buenos y malos. Si el franquismo fue el culmen de los males y la derecha es su sucesora, todo lo que no sea de derechas es bueno.

Simple y efectivo: «contra Franco vivíamos mejor». Y eso a pesar de que el mayor peligro que representa la gente de derechas hoy no es que queme las calles o vulnere la legalidad para conseguir sus fines (eso lo dejan a otros presuntamente más modernos), sino como mucho que se ponga a rezar.

«El odio entre izquierda y derecha ha permitido que los pequeños partidos nacionalistas se envalentonen, adquiriendo un poder desorbitado»

Pero no bastaba. También hacía falta un ejercicio de memoria selectiva, convirtiendo al nacionalismo vasco que se rindió ante el fascismo italiano durante la guerra civil o al nacionalismo catalán que trató de pactar con el nazismo en plena guerra para separarse de España (para disgusto de Negrín) en fervientes demócratas.

Mientras existió ETA no resultaba fácil legitimar su discurso. Pero una vez dejó de matar (no por voluntad propia sino porque la tenían completamente infiltrada) el separatismo es cool. Es como si tras la Segunda Guerra Mundial, y pasados los juicios de Núremberg, las potencias aliadas sacaran a los presos nazis a la calle y dijeran que ahora eran fervientes demócratas y hombres de paz (aunque algo de esto pasara con sus científicos) en aras de la convivencia.

Es también como sostener que hay que ser empático con el violador ante una España maltratada. O como si los profesores cedieran ante los acosadores de turno para mantener la paz en las aulas a costa de convertir a sus víctimas en invisibles o invisibilizadas.

El nacionalismo es por esencia insaciable, consciente de que el día que se contente con un marco dado dejaría de tener sentido su supervivencia. Como todos los padres saben, si le das las llaves del coche al hijo rebelde que te insulta sólo conseguirás que estrelle el coche y te desprecie todavía más.

[Reportaje: Alay, el historiador que juega a ser el James Bond del separatismo y define la estrategia de Puigdemont]

El ciego odio entre izquierda y derecha ha permitido que los pequeños partidos nacionalistas se envalentonen, adquiriendo un poder desorbitado. Las vías de reforma constitucional desde 1978 no han sido los artículos 167 y 168 de la Constitución, sino cada negociación de investidura o ley de presupuestos, produciéndose de facto y por la puerta de atrás una verdadera mutación constitucional. Para esto sí habría hecho falta un referéndum.

Cui Prodest? No a sus promotores o cómplices, pues están alimentando un monstruo que inevitablemente se les llevará también por delante. No a los españoles en general que ven como su nación pierde oportunidades por disputas estériles. Pero tampoco a los ciudadanos vascos y catalanes que todavía no han marchado al exilio, sometidos a una política de odio absurda (familias que no se hablan) y que cargan con unos pensamientos de desesperanza que les convierten en víctimas permanentes que sólo ven agresores imperialistas por doquier.

Este «proceso» sólo puede hacernos más desgraciados, beneficiando a los que esperan que una España dividida, que no se valora a sí misma y en conflicto interno permanente, sea más débil y pobre para ser comprada a bajo coste. Mientras discutimos si son galgos o podencos, el lobo compra Telefónica, se rearma al otro lado del Mediterráneo o nos inunda de pateras por más cesiones que hagamos. ¿Ignoran que la ingenuidad no ofrece puestos de honor en la Historia?

*** Alberto Gil Ibáñez es autor de los libros Historia del odio a España La guerra Cultural: los enemigos internos de España y Occidente.