RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL

  • La felicidad de los madrileños con el hallazgo de una estación de esquí se resiente ahora del peligro de una semana trágica que requiere la coordinación de las administraciones lejos de toda pugna partidista

Pedro Sánchez ha dejado transcurrir un año y medio para llamar al móvil del alcalde de Madrid. No encontró razones para hacerlo durante la pandemia, pero, muy a su pesar, Filomena ha precipitado la comunicación entre el presidente del Gobierno y Martínez-Almeida. Porque Madrid es la capital de la nación independientemente de quien la gobierne. Y porque la tentación de aislar al alcalde del PP y a Cs hubiera supuesto una irresponsabilidad política imperdonable, más todavía cuando la ciudad carece de recursos convencionales para sobreponerse a una anomalía histórica. Tampoco están preparados en Vladivostok para la eventualidad de una ola de calor. Ni puede examinarse el cometido municipal sin tener en cuenta la precariedad logística de semejante distopía —Madrid convertida en estación de esquí—, aunque la excepcionalidad no contradice un escrutinio exhaustivo de la gestión y sí exige la implicación del Gobierno central, con todos los recursos militares, sanitarios y de protección civil que puedan ofrecerse.

La euforia lúdica se ha desbordado. Y explica la emoción con que los madrileños —aborígenes y adoptivos— han sacado los esquíes y han organizado concursos improvisados de muñecos de nieve (qué difícil resulta sujetar la cabeza al cuerpo). Nuestros abuelos reconocen que nunca habían visto un ‘slalom’ gigante por la calle de Alcalá ni trineos descendiendo bajo el viaducto. Y admiten que ni siquiera la nevada histórica de los cincuenta alcanzó a transformar la villa en un extraño paisaje siberiano.

Los aludes urbanos han destruido naves, comercios. Los aparatos de aire acondicionado se desploman porque no soportan el peso

Es el lado divertido del temporal. Motivos hay para celebrarlo, como razones hay para sensibilizarse con el caos y el desastre que tenemos delante. Y que se irá prolongando cuando el deshielo convierta en caudal pútrido la pureza de la nieve. Han tenido que suspenderse las bodas. Se han ‘congelado’ las urgencias médicas. El desmayo de los árboles ha provocado daños incalculables. Los aludes urbanos han destruido naves, comercios. Los aparatos de aire acondicionado se desploman porque no soportan el peso. Los indigentes han tenido que refugiarse en el metro. Hay mujeres que han parido sin asistencia. Conductores y pasajeros encerrados en autobuses. Se ha truncado en el peor momento la campaña de vacunaciones. Y las heladas que sobrevienen al gran espectáculo hipnotizador de la nieve alertan de una semana de aislamiento y de rigor, no digamos si la capital se resiente de problemas de abastecimiento, tanto por el gas y otros combustibles como por la distribución alimentaria.

La psicosis ha vaciado los supermercados y las farmacias. Y ha recrudecido las escenas apocalípticas que sacudieron la irrupción del coronavirus en busca de provisiones elementales: leche, pan, papel higiénico, pasta, arroz, huevos, comida congelada y aceite, además de los ingredientes principales de la dieta mediterránea, o sea, el ibuprofeno, el paracetamol y el lexatin.

Tenía razón Ignacio Aguado cuando ayer convocaba a la movilización de los madrileños y les invitaba a proveerse de una pala para despejar la nieve

Urge una coordinación ejemplar entre las administraciones. No puede repetirse el descontrol del coronavirus, menos aún para buscar la debilidad política del adversario y hacer de Madrid, otra vez, un escenario electoralista cuyo oportunismo repercute en la salud y en la moral de los propios ciudadanos. Y no es cuestión de relamerse en una perspectiva agorera ni catastrofista, pero la vulnerabilidad de Madrid —y de otras ciudades ‘similares’— a la emergencia de unas temperaturas extremas amenaza la capital de España en una suerte de toque de queda meteorológico que compromete la actividad del país entero. Estamos entrenados para sobrellevarlo gracias a la experiencia del coronavirus (arresto domiciliario, teletrabajo, educación a distancia). Es más, la providencia celestial de una nevada bíblica va a exigirnos tomarnos en serio las medidas de aislamiento por la pandemia después de un repunte feroz en las fiestas madrileñas, pero conviene prepararse para un balance desastroso. Porque es inevitable, como lo sería un terremoto. Y porque la gran fiesta con que amanecimos el sábado es una engañosa premonición de una semana crítica que incita a extremar las precauciones —las pistas de hielo son una trampa para los mayores—, que apela a la responsabilidad y a la solidaridad. Tenía razón Ignacio Aguado cuando ayer convocaba a la movilización de los madrileños y les invitaba a proveerse de una pala para despejar la nieve. El rango de ciudadanía permite acceder a derechos, pero también conlleva deberes.