GABRIEL ALBIAC – ABC – 21/07/16
· Los diez escaños de como se llame ahora Convergencia y del PNV cotizarán a su precio. Como ha sido siempre.
Política es arte de la mentira. Sin más, porque llamamos política a la forma menos cruenta posible de la guerra, ésa de la cual decía su primer tratadista, Sunzi, hace unos 2.300 años, que era «el asunto más importante para el Estado: el terreno de la vida y de la muerte, la vía que conduce a la supervivencia o a la aniquilación».
La verdad no posee función ni en la guerra ni en la política. A aquel que debe derrotar a un enemigo –ya en el campo de batalla, ya en el laberinto palaciego–, la verdad no le ayudará un ápice en su tarea; fingir cínicamente que dice la verdad e imponer como moneda de curso tal estafa, será, sí, su mejor arma. En uno de esos relámpagos de inteligencia que tejen el monumento de su obra, decía Maquiavelo que no genera poder el hecho de que el gobernante sea bondadoso, sea cruel, ascético o perverso; lo genera su dominio escénico para revestirse bajo una u otra de esas apariencias, según convenga. El poder está en la exhibición del «nombre»: esto es, de la imagen, la reputación, el lugar simbólico más adecuado. La realidad, en política, es inocua; sólo la apariencia produce dominio. Se engaña, a veces con, ruido. Y, a veces, con silencio. Yo prefiero lo segundo. Pero es sólo un personal vicio estético.
La efímera undécima legislatura fue una grandilocuente borrachera de ruido y furia. Una representación extrema de esa epítome del mal gusto a la cual llamamos ópera. A falta de ideas, los electos de diciembre se lanzaron a un verborrea aún más obscena que necia. Hacían bien, puesto que parecía haber una clientela dispuesta a reírles las cazurrerías.
Los de Iglesias emprendieron una dura competencia en ordinariez con sus maestros latinoamericanos. Se veía venir, desde la exhibición lírica aquella del «Orinoco en el lagrimal» de los huérfanos del Comandante Chávez. Ni el mismísimo Maduro desbarró más exageradamente de lo que lo hicieron aquí los Kichis, Bescansas, Carmenas y simpática compañía. Estaban, si bien se piensa, en su derecho. El populismo español no es más que plagio de dos caudillismos: el peronista, versión Kirchner, y el bolivariano de Chávez. Ninguno de ambos se define por su mesura verbal. Todo, en peronistas y chavistas, es folletín de ínfima sintaxis e infinito vocerío. La muchachada española hizo buenos a sus maestros.
Es mucho menos legítimo –y, desde luego, mucho más alarmante– que un pobre don nadie ascendido aleatoriamente a la gloria, Pedro Sánchez, se empeñase en competir en ese estruendo apocalíptico. Con su pinta y sus antecedentes, lo suyo era tan sólo incitación a la más cruel carcajada. Podemos, puede que haya fracasado en lo de tomar el poder; su éxito en pulverizar al PSOE está, sin embargo, garantizado. Salvo que sea, en realidad, un habilísimo agente infiltrado de Maduro en el partido socialista, Sánchez habrá logrado el mayor fracaso político –y el más letal ridículo– de la España contemporánea. Haga ahora lo que haga.
El público se hartó de estruendo. De momento, el PP y los nacionalistas parecen haberlo entendido. Tras el empacho de timbales y walkirias de la decimoprimera legislatura, el ciudadano pide sólo un respiro de silencio en la decimosegunda. Los diez escaños de como se llame ahora Convergencia y del PNV cotizarán a su precio. Como ha sido siempre, desde que existe esta horrenda ley electoral que los sobrevalora. El partido mayoritario –ahora PP, otras veces PSOE– pagará al contado y discretamente. Y todo habrá, de nuevo, retornado al orden. Fin de estruendo.
GABRIEL ALBIAC – ABC – 21/07/16