MANUEL MONTERO, EL CORREO – 07/11/14
· Los partidos abordan la corrupción a la contra, para salvarse de la quema electoral o aspirando a que ardan los otros. Su actitud no se corresponde con el nivel de indignación ciudadana.
La multiplicación de casos de corrupción, en la que caen decenas en cada hornada, se ha convertido en el principal argumento nacional. Curada de espanto, la ciudadanía había asumido la incompetencia del político, pero que además salga ‘aprovechategui’ a su cuenta es la gota que desborda el vaso. Como no resulta flor de un día, sino que viene de atrás, se extiende la sensación de fracaso colectivo, por la incapacidad nacional de gestar un régimen que funcione.
Los partidos están gestionando la lacra de forma sectaria. No como un problema general, que lo es, sino como si fuese sólo el producto espurio de la incapacidad moral del partido de enfrente. Ha podido oírse al representante de la Generalitat, de CiU, escandalizarse por «la corrupción española», como si lo de aquel barrio fuese barro. El secretario general de UGT, con lo que lleva, lanza una admonición moral alegando con razón que pedir disculpas no es suficiente, pero sin que predique con el ejemplo. IU clama como si tales prácticas no fueran con ellos, contra las evidencias públicas, pues reúnen su parte alícuota. El PSOE arremete en tromba contra el PP –«es el partido de la corrupción»–, pensando que lo tiene contra las cuerdas y que sus ERE y demás son pecata minuta. Al PP le toca esta vez lo peor, pues da la impresión de que buena parte de sus puestos estratégicos fueron asaltados por cleptómanos compulsivos. Pide perdón, como si eso fuese todo, y se defiende a la ofensiva – «y tú más»–. Su propuesta de anticorrupción parece más bien un manual de cómo ha de comportarse un partido cuando le saltan los casos.
En el triunfo del corrupto como gran espécimen nacional han concurrido varias circunstancias lacerantes. Por lo que se ve, no hay instrumentos serios de control sobre los dineros públicos gestionados por los políticos. Muchos de los chorizos que han saltado no parecen unas lumbreras y aun así han arramplado a manos llenas durante años. No debía de ser difícil salvar los obstáculos. Da la impresión de que si han caído se debe a que fueron demasiado lejos, la avaricia rompe el saco, y que si hubiesen sido de mejor conformar hubiesen pasado inadvertidos, con un capitalito con el que tener un buen pasar y prestigio para que les hicieran doctores honoris causa o, si las carencias intelectuales eran demasiado obvias, para que bautizaran con sus nombres algunas rotondas.
Hubo complacencia, eso resulta obvio. Cuando saltan los casos se repite un comentario: «todo el mundo sabía», «era un secreto a voces», «a nadie le ha extrañado». Tales dichos se han aplicado a las incursiones financieras de los pujoles, los descaros gürtelianos (con un ‘don Vito’ y todo), la acumulación primitiva de capital por el extesorero, los desfalcos de los ERE, los derroches y enriquecimientos sindicalistas, los chollos que se han montado los más granados de las recientes trapisondas municipales, etc. Los hacedores de entuertos no actuaban siempre con discreción, todo el mundo sospechaba… y nadie hizo nada. Como si se diese por bueno que entre los propios hubiese espabilados. O sería miedo al capo que reparte el juego. Miraron para otro lado o se pusieron a la cola del reparto.
La forma en que los partidos han respondido a las corrupciones también ha contribuido a asentarla. La saña con la corrupción ajena y la indulgencia con la propia no ha sido neutral ni sana. Los preimputados pudieron deducir que los míos siempre me protegerán, al fin y al cabo soy de los nuestros y no precisamente el último de la fila.
No toda la responsabilidad debe achacarse a la política. Puso su grano de arena el pasotismo con que la ciudadanía asistió al espectáculo. Los votantes no castigaron las tropelías y a veces eligieron como ‘responsables’ a sujetos cuya ejecutoria vidriosa era ya conocida, incluso en calidad de imputado flagrante.
Los partidos tratan de salvar la sensación de fracaso colectivo escurriendo el bulto y endosándoles el estigma a los demás. Y, de otro lado, se otea una marea que enlaza el desastre actual con los demonios históricos, presentando las corrupciones como una manifestación más de la tradicional incompetencia española para funcionar de forma razonable. Esta corriente subyacente es la más peligrosa. No entiende los tropiezos de la democracia como fallos a salvar –se han dado en otras sociedades y los han arreglado con mayor o menor eficacia–, sino como síntomas trascendentes de pecados originales. E imagina remedios drásticos de reformas constitutivas, que evocan el permanente volver a empezar que suele dejarnos siempre en el mismo sitio.
Paradójicamente, los políticos no están resaltando el único aspecto positivo que presenta la actual coyuntura. La corrupción tiene largo recorrido, pues a la chita callando la llevábamos arrastrando desde hace unos cuantos años. Las novedades residen en que ahora la conocemos y en que los responsables son denunciados y/o detenidos. Los jueces están actuando con decisión y las investigaciones son independientes, sin que la política pueda pararla. Cabe imaginar que el Gobierno no luce esta circunstancia (la independencia policial y judicial) para evitar que los suyos se le echen encima o les llamen capullos.
Por lo demás, se aborda la corrupción a la contra, para salvarse de la quema electoral o aspirando a que ardan los otros. De momento, la toma de postura de los partidos no se corresponde con el nivel de indignación ciudadana. Van como forzados por la coyuntura, electoralismo obliga. Tarde o temprano se darán cuenta de que el régimen se regenera o será regenerado.
MANUEL MONTERO, EL CORREO – 07/11/14