JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA-EL MUNDO

LA SENTENCIA del próces es un gigantesco fail literario. Obvio la consabida discusión sobre la calificación de los hechos como rebelión o sedición en función del grado de violencia necesario o suficiente. Porque lo que parece evidente ahí es el desajuste entre un delito de rebelión inspirado en la imagen decimonónica de un militar entrando a caballo en el Parlamento y lo que Daniel Gascón ha calificado, con sumo acierto, como un «golpe posmoderno».

Lo que sí que tengo claro es que si a un director de cine le das el guion de los hechos tal y como aparecen reflejados en la sentencia del Supremo es imposible que la serie de Netflix resultante se pareciera a lo que vimos en Cataluña entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017. La tensión extrema, la incertidumbre, Forcadell aplastando a la oposición, Coscubiela tronando en defensa de la Constitución, el desbordamiento del Estado el 1-O, el temor a que un solo muerto abriera una espiral de violencia, el acoso a los policías en sus hoteles, la intervención del Rey, los independentistas cantando Els Segadors en la escalinata del Parlament, todos aquellos momentos dramáticos se le escurren entre los dedos al guionista judicial hasta que definitivamente los entierra en la página 274 al afirmar (sin haber interrogado a Puigdemont y otros cuatro consejeros huidos) que la independencia y derogación constitucional no constituían la «verdadera» finalidad del procés. Sí, por el contrario, «persuadir» al Gobierno… a aceptar un referéndum de autodeterminación cuya falta de base constitucional la sentencia demuestra con brillantez unas páginas antes, confirmando así que la verdadera finalidad del procés sí era la independencia y la derogación constitucional.

Se me dirá, con razón, que no es función de los jueces escribir la historia ni brillar con la pluma literaria sino ajustarse a los hechos. Son los periodistas, como dice Timothy Garton Ash, los que tienen la responsabilidad de hacer el primer borrador de la historia. Pero, honestamente, creo que los que vivimos aquellos momentos en primera línea informativa escribimos un primer borrador de la historia bastante más ajustado a los hechos que el que vemos en la sentencia. En último extremo, el desastre narrativo que es la sentencia dibuja la responsabilidad política del legislador, responsable de un Código Penal desfasado y que habrá que actualizar para no dejar a la democracia inerme y, peor aún, sin derecho a una historia veraz de sí misma y sus avatares.