Manuel Montero-El Correo
Feministas, ecologistas o animalistas, entre otros, integran el socialismo progresista. Los grupos se concentran en conseguir lo suyo cuanto antes
Las ideologías progresistas se van vaciando. No tienen hoy proyectos políticos nítidos, sino propuestas fragmentarias. Paradójicamente, la pérdida de contenido propicia mayor radicalidad. El fenómeno viene de atrás.
Durante las últimas décadas la socialdemocracia ha experimentado un fuerte declive en todo el mundo, por su difícil adaptación a los cambios sociales producidos en esta época. Cuando surgió en el siglo XIX se identificaba con la clase obrera, que fue su referencia durante el XX. La dimensión social le resultaba fundamental. Admitía la adhesión de gentes de otras procedencias (intelectuales, profesiones liberales, técnicos), pero los socialistas buscaban sobre todo la penetración entre los trabajadores industriales, así como la creación de sindicatos y redes de obreros.
Su referencia era íntegramente de clase, para defender un reformismo que transformara el sistema capitalista, mediante programas sociales. Se abría a otros ámbitos, pero desde la presencia dominante en el electorado obrero. Sin embargo, durante la segunda mitad del XX empezó a disminuir la militancia entre los grupos de trabajadores. El ascenso de las clases medias fue cambiando el perfil de las organizaciones socialdemócratas. Poco a poco, estas se convirtieron en semiobreras, con tendencia al interclasismo, aunque manteniendo la retórica obrerista.
Cuando llegó la prosperidad desarrollista –en España con retraso respecto a otros países– el bienestar general y el asentamiento democrático quitaron atractivo a la política de clases. Disminuyó el deseo de cambios radicales y llegó la época de la moderación. La socialdemocracia comenzó a sostener propuestas interclasistas. Admitió plenamente a las clases medias, que podían sostener valores considerados avanzados –como reacción a los anquilosamientos conservadores–, distintos a los del obrerismo, que paulatinamente se fue abandonando, salvo como referencia en el discurso.
El proceso se acentuó cuando a fines del XX y comienzos del XXI se diluían las fronteras entre las clases sociales, que dejaban de concebirse con criterios férreos, imponiéndose la idea de pertenencia general a las clases medias, dispersas pero (en el imaginario) sujetas a unos principios comunes, con valores sociales compartidos. Las reivindicaciones sociopolíticas se fragmentaron. Surgieron movimientos especializados, que abordaban cuestiones dispares, no necesariamente relacionadas entre sí, a las que se atribuía un similar espíritu progresista.
La antigua socialdemocracia fue acomodándose a las nuevas circunstancias. Lo hizo admitiendo en su seno diversas causas que, con razón o sin ella, consideró progresistas, aunque eran de concepción interclasista. Todo para todos, no una sola propuesta social. Con este mecanismo, reivindicaciones sectoriales de grupos diversos se entienden como una especie de coalición política imaginaria, suponiendo que comparten un entramado de ideas comunes y que formarían un grupo de votantes progresistas. Feministas, ecologistas, grupos opuestos al desahucio, animalistas, sectores contra el cambio climático, solidarios con los migrantes, entre otros, componen la trama de lo que se presenta como socialismo progresista, al tiempo que se diluyen los conceptos sociales clásicos. En el nuevo esquema, cabe entender que se promueva un ministerio de igualdad que no se refiera a la igualdad social –en tiempos la principal demanda de la izquierda progresista–, sustituida por la igualdad de géneros, que por otra parte se refiere fundamentalmente al estatus de la mujer.
Además, los distintos grupos especializados desarrollan sus propias jerarquías de valores, a partir de procesos de reflexión propios. Con frecuencia establecen criterios radicales de transformación social, que son sectoriales, con capacidad de formular utopías especializadas. A diferencia de las propuestas específicamente socialistas, no se ven inclinados a establecer gradaciones ni transformaciones paulatinas. No son reformistas, contra la tradición socialdemócrata. Se convierten en movimientos del todo o nada, con capacidad de repudiar a quienes discrepan del maximalismo y sin atender a la conveniencia de conseguir alguna concienciación social o a la existencia legítima de grupos que no comparten la utopía, que quedan descalificados.
Ese entramado sectorial que hace las veces de doctrina socialista no se define en función de intereses sociales generales ni tiene en cuenta la posibilidad de procesos reformistas graduales. Se impone la radicalización de grupos específicos cuya configuración prescinde de panorámicas generales y se centra en conseguir lo suyo cuanto antes, así arda el resto de la progresía. Los demás, los que no entran en su concepto de progres, no cuentan. No hay que convencerles sino forzarles a aceptar los dogmas radicales.