Javier Zarzalejos, EL CORREO, 21/9/12
El independentismo de CiU calla que todos los modelos de financiación han sido inspirados por las reivindicaciones nacionalistas que llevan décadas en el juego de ensayo y error sin encontrar nunca el traje financiero de su medida
Desde la página 1 En Estados Unidos el asentamiento del federalismo (‘e pluribus, unum’) sólo se produjo después de una sangrienta guerra civil en la que hace siglo y medio se combatió el intento secesionista del sur. En la República Federal Alemana, la Constitución exige adhesión a la forma federal de gobierno, relegando al ámbito de la opinión privada la de quienes pretendan otra cosa. En Francia, lo intangible es la forma republicana, por no hablar de la integridad nacional. En Gran Bretaña, la ausencia de una Constitución en sentido formal –que permitiría, por ejemplo, plantear un referéndum como el que se proyecta para Escocia– se ve compensada por el principio de soberanía parlamentaria que hace del Parlamento de Westminster un poder prácticamente omnímodo, que no está limitado por exigencias de mayorías cualificadas, bloques de constitucionalidad ni blindajes estatutarios, sin olvidar el debate abierto a cuenta de la llamada ‘Lothian question’ que impugna la intervención de los nacionalistas a través de su representación parlamentaria en temas que afectan al resto de Gran Bretaña mientras aquellos deciden sus asuntos en virtud de la autonomía de que disponen sin que la representación del resto de Gran Bretaña pueda intervenir. Incluso en Canadá, desde donde se ha popularizado la política de la claridad para abordar las exigencias nacionalistas, no se reconoce a ninguno de sus territorios, tampoco a Quebec, un pretendido derecho de autodeterminación sino que, en caso de que una mayoría clara en respuesta a una pregunta igualmente clara se pronunciara por la secesión, la federación tendría el deber de negociar de buena fe los términos de ese proceso que, de concluir con un resultado satisfactorio para ambas partes, desembocaría en la segregación del territorio que lo pretendiera. Pero ni siquiera en ese caso es la «identidad del pueblo» sino el principio democrático de la mayoría –clara– lo que habilita un camino de secesión. Esta no es el presupuesto, sino que sería el resultado posible de una negociación que en ningún modo legitima la arrogancia de un derecho a la independencia, susceptible de ser ejercido unilateralmente.
Ninguno de estos Estados cumpliría las exigencias de un «Estado amable» como el que pide el presidente de la Generalidad de Cataluña, Artur Mas. Tampoco en ninguno de estos Estados, Mas encontraría mayor eco a sus reivindicaciones. Lo del «Estado amable» pretende inaugurar una nueva categoría de Estado que no se encuentra en la tipología aceptada por el derecho constitucional. En realidad, se trata de la retórica victimista conocida aunque ahora vertida en los odres nuevos del independentismo explícito, del soberanismo política y socialmente agresivo. Los nacionalistas catalanes han roto con el consenso de la Transición, han dado por finiquitado el humilde afán de conllevanza, y de paso han acabado con su propio discurso de moderación y de presencia constructiva en la política española, guiado, se decía, sólo por el interés de encontrar un «encaje cómodo» en el Estado. Mas ha confirmado que para los nacionalistas no hay pactos sino anticipos, ha arruinado la credibilidad de cualquier esfuerzo de acuerdo –si no hay pacto fiscal exigiremos la independencia, si lo hay, también– y, para intentar legitimarse, ha descalificado hasta lo obsceno un modelo de Estado y un pacto constitucional que han dado a Cataluña un nivel de autogobierno rigurosamente inédito.
En vano se buscará en el clima encendido por el sentimiento único en Cataluña un atisbo de autocrítica. Todo es agravio, todo es deuda que Cataluña tiene frente a los demás. Al plantear las cosas como un juego de suma cero, niega la esencia misma de la negociación. Al decantarse por un soberanismo desabrido hacia el resto de España, hace inútiles aquellos esfuerzos de entendimiento que nunca serán reconocidos como el razonable acomodo de intereses encontrados. Sin embargo, el independentismo de CiU calla que todos los modelos de financiación han sido inspirados por las reivindicaciones nacionalistas que llevan décadas en el juego de ensayo y error sin encontrar nunca el traje financiero de su medida. Y callan que la razón de un discutible desequilibrio en las balanzas fiscales –suponiendo que ese fuera el criterio que habría que adoptar– tiene que ver con la progresividad de nuestro sistema impositivo que recae sobre los muchos contribuyentes con alto nivel de renta que residen en Cataluña mucho más que con un inexistente expolio urdido por los enemigos del pueblo catalán.
Es curioso cómo al mismo tiempo que se agotan los adjetivos para calificar el significado de la manifestación independentista del día 11, se quiere desdramatizar sus efectos. Pero ha sido Artur Mas el que, dando una patada al tablero, ha advertido de que ya no tiene sentido seguir haciéndose trampas en el solitario. La puja independentista en Cataluña no sólo pone a prueba el valor de una Constitución que no puede ser simple espectadora de un proceso de desarticulación del Estado sino que desafía a la cultura cívica de una sociedad frente a la fraudulenta exhibición de un agravio identitario para justificar un desgarro crucial de nuestra convivencia. Y esa cultura cívica no da, todavía, muestras de exteriorización en Cataluña donde la expresión del pluralismo se sustituye con la referencia a una mayoría silenciosa pero invertebrada.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 21/9/12