Javier Zarzalejos-EL CORREO

  • Antes de que las heridas se hagan visibles una vez pasada la alegría de haber derrotado al virus, es probable que los españoles seamos llamados a votar
La legislatura está acabada. No es que vayamos a votar mañana, pero sí que la fórmula de gobierno ideada por Pedro Sánchez después de su fracasada apuesta electoral de noviembre de 2019 parece haber caducado. Ha durado poco más de un año. Y, como tantas veces ocurre en política, su caducidad se ha puesto de manifiesto por un acontecimiento tan improbable como la chapuza de la moción de censura en Murcia y la reacción en cadena que ha producido en la política española.

En poco más de una semana, el número de equilibrista al que Sánchez se ha dedicado ha dejado de tener interés y se ha hecho más precario. Las bases de su ‘coalición Frankenstein’ han cedido y el constructo resulta cada vez más inhabitable. Por un lado, Pablo Iglesias se ha ido del Gobierno, acuciado por las muy malas expectativas de Podemos en Madrid, pero atraído también por la llamada de sus instintos callejeros y antisistema. Por otro, Cataluña se encamina hacia un Gobierno independentista, reforzado por la presencia activa de la CUP, la mayoría electoral conseguida gracias a la alta abstención de las elecciones del 14 de febrero, lo efímero del ‘efecto Illa’ y el debilitamiento en conjunto del constitucionalismo.

Lo de Iglesias es una ruptura encubierta de la coalición para recuperar terreno frente al PSOE. Lo que ocurre en Cataluña, con ERC desmintiendo por enésima vez su supuesta moderación para liderar un Ejecutivo abiertamente independentista -en Madrid no aprenden-, es una ruptura de la alianza parlamentaria que ha permitido gobernar a Sánchez. Lo peor es que Iglesias no va a romper la coalición explícitamente porque, en el fondo, esto supondría un alivio para Sánchez que Iglesias no le va proporcionar. Y tampoco ERC renunciará a exigir mesa de negociación, amnistía y lo que se tercie, por mucho que ahora se disponga a encabezar el sindicato ‘indepe’ con Puigdemont y los anarcoides de la CUP.

Menos mal -para Sánchez- que la moneda tiene otra cara. Las restricciones impuestas por la pandemia aseguran un cómodo control social y un espacio público entumecido. El Banco Central Europeo y la Comisión garantizan un 2021 en el que el Gobierno podrá endeudarse lo que quiera, y nadie le va a incomodar con el déficit. Tendrá que esbozar reformas, pero tampoco ahí parece que personajes como el comisario Gentiloni vaya a mostrar excesiva exigencia… de momento. Sin halcones volando en Europa, tarde o temprano, a lo largo de este año, llegarán los fondos y las vacunas; por mucho que se retrase la vacunación, terminará generando la inmunidad soñada.

Es muy posible que el rebote no sea sólo económico -y habría que distinguir entre rebote y recuperación-, sino que se disfrute de un sentimiento colectivo de alivio con deseo de recobrar el tiempo perdido en la pandemia. Por eso, antes de que las heridas se hagan visibles una vez pasada la alegría de haber derrotado al virus -esta vez, sí- y antes de que haya que ponerse a trabajar para equilibrar las cuentas públicas, es probable que los españoles seamos llamados a votar de aquí en un año, mes arriba, mes abajo. Es muy difícil pensar que el Gobierno, en las circunstancias creadas por la salida de Iglesias, con la deriva independentista en Cataluña y la disolución de hecho de Ciudadanos, pueda afrontar la negociación de unos nuevos Presupuestos para 2022.

Sánchez intentará hacer de la necesidad virtud centrista, en una estrategia que ha quedado abollada por la oscura maniobra murciana y la escasa credibilidad de la palabra del presidente, que en una próxima campaña electoral tendrá que llevar el peso de sus compromisos incumplidos: no pactar con populistas y separatistas, traer a Puigdemont, tipificar de nuevo el delito de convocatoria ilegal de referendos, despolitizar la Justicia… En definitiva, antes de que las cosas se pongan más complicadas y de que un Gobierno socialista tenga que afrontar la devastación económica de la pandemia sin las facilidades actuales de gasto publico ilimitado, endeudamiento a discreción y reformas archivadas, a Sánchez sólo le queda tomar una decisión: cuándo convocar elecciones. Y sólo tiene que pensar en un problema: cómo se despega de sí mismo, cómo esconde a Frankenstein o convence al electorado de que en realidad el monstruo, ahora deprimido, era muy amigo de los niños.

Flecos como las prisas por desguazar la reforma laboral del PP apuntan a la necesidad de que Sánchez pueda engrosar el balance electoral de izquierdas y arrogarse ese éxito. En lo demás, Sánchez intentará reinventarse de patriótico centrista: «¿Iglesias? ¿Quién es ese?».