Ignacio Camacho-ABC
- No fue un mal sueño: más de cien mil españoles murieron en medio de una cínica operación de camuflaje del sufrimiento
DOS estados de alarma inconstitucionales habrían tumbado al gobierno de cualquier país europeo. No porque no fuesen necesarios, que al menos el primero sí lo fue, sino por haberse llevado a efecto mediante una suspensión indiscriminada de derechos y con una duración abusiva para burlar el control periódico del Parlamento. Pero siendo grave la cuestión resulta casi menor en comparación con la falta de respeto que supuso, y aún supone, el indecente escamoteo de la estadística real de muertos. Aquella censura de imágenes de ataúdes, las consignas para que los medios reflejasen la falsa realidad de una sociedad dedicada a cocinar pasteles y cantar en pleno confinamiento, la ocultación sistemática del colapso de unos hospitales sumidos en un caos semibélico,
la invención de un fantasmal comité de expertos o las mentiras de un portavoz caricaturesco, un bufón siniestro que en cada intervención denigraba la dignidad de su profesión de médico. Ocurrió de verdad, no fue un mal sueño: cientos, miles de víctimas cayeron cada día en medio de una desaprensiva operación de camuflaje del sufrimiento.
La historia de la pandemia no es sólo el acta de un fracaso que siempre podrá encontrar relativo amparo en la incapacidad universal para frenar el contagio. En España es imposible completar ese relato dramático sin anotar el hecho diferencial de un concienzudo engaño de Estado. Una mistificación institucional a gran escala que manipuló informes, maquilló datos, recortó libertades, abandonó a su suerte a los sanitarios y aprovechó la emergencia para instaurar un régimen de excepción maquillado y revocar de facto durante más de un año las garantías y mecanismos propios del sistema democrático. Una tragedia colectiva usada como soporte de un ejercicio de ventajismo autoritario bajo el poder autoconcedido en un marco legal adulterado.
No fueron dos ni tres, sino seis olas… por ahora. Y ninguna de ellas tuvo otra respuesta gubernamental que una inhibición clamorosa. Sin el esfuerzo extenuante de una sanidad en situación literalmente agónica y el compromiso de unas autoridades regionales a las que el Ejecutivo central dejó solas, la catástrofe habría alcanzado proporciones astronómicas. La única prioridad del sanchismo en este tiempo ha sido la elusión de responsabilidades mediante una estrategia de inventos estrafalarios -la cogobernanza-, propaganda incansable y embustes constantes que no bastaron para encubrir la ausencia de soluciones eficaces. Sólo el instinto de supervivencia de la población, su adaptativo aprendizaje, su sacrificio económico y su masiva disposición a vacunarse ha impedido un desastre de aún mayor alcance. Y ni siquiera le ha dado las gracias nadie por aceptar un encierro que tal vez pudo ser evitable de haberse atendido a tiempo las advertencias internacionales. Dos años más tarde todo ese fraude sigue pendiente de una catarsis.