IGNACIO CAMACHO-ABC

Torra, que no está acusado de ningún delito, ha incluido en su programa la voluntad explícita de cometer unos cuantos

EL aspirante a Muy Honorable señor Torra, don Joaquim, cometió ayer en su discurso de investidura algo muy parecido a un fraude de ley. Porque, dado que la Constitución y el Estatuto de autonomía le permiten presentarse a presidente al no estar en prisión, ni en fuga, ni acusado de ningún delito –en este último caso también podría salvo que lo encerrase un juez–, aprovechó para anunciar su voluntad de cometer unos cuantos. Vaya, que convirtió su programa en una declaración explícita de desobediencia: elaborar una Constitución propia, recuperar la legalidad paralela suspendida por el Alto Tribunal, trasladar la soberanía real a un fantasmagórico comité en el extranjero y responder, no ante el Parlamento, sino ante el prófugo de la justicia que lo ha designado para el cargo. Todo eso, en conjunto, constituiría de llevarse a la práctica otro desafío, si no otro golpe, contra el Estado. Y deja de nuevo a las autoridades españolas ante un dilema endiablado: el de decidir si la comunicación pública del deseo de transgredir el orden legal es suficiente para tratar de evitarlo utilizando preventivamente los poderes excepcionales que les concede ese mismo marco.

Hasta ahora, a tenor de la experiencia, el Gobierno ha concluido que no, que para actuar contra un delito éste debe ser antes cometido. Conocemos los resultados: los separatistas han acabado haciendo, punto por punto, todo lo que habían dicho. Lo que pasó en octubre no sólo estaba anunciado de palabra, sino puesto por escrito, pero nadie quiso dar crédito a tan reiterados avisos. El pensamiento optimista, ilusorio o acomodaticio imperante en nuestra política ha tropezado de forma recurrente con la terquedad proactiva del nacionalismo. Lo que Torra dijo ayer es que ni Puigdemont ni él ni los suyos piensan darse por vencidos y que reiteran su proyecto de conducir a la sociedad catalana bajo su designio «disruptivo». Después de lo vivido el último otoño, no ha lugar para que ningún responsable público se sienta engañado ni confundido: en lo único que los independentistas no mienten es en la claridad explícita con que señalan su camino.

Rajoy es libre, empero, de ignorar la advertencia. Puede que el Estado carezca de instrumentos jurídicos para anticipar una respuesta, pero el presidente debe explicar con detalle cuál es su margen operativo y cuál la base de su estrategia. Porque la nación está, y con motivo, irritada e inquieta; teme una segunda edición del procés, y teme aún más que su Gobierno reaccione igual que ante la primera. Sobre la valoración que mereció a los ciudadanos aquella actuación no hay más que consultar las encuestas; digamos suavemente que no apreciaron suficiente diligencia.

Cuando alguien se deja engañar una vez cabe una cierta justificación para diluir o atenuar culpas. Cuando sucede dos veces de idéntica manera no queda espacio para las excusas.