Juan Ramón Rallo_El Confidencial

Frente a la estrategia de rescate total e indiscriminado, existe una vía más sensata de reflotamiento selectivo

Existen esencialmente dos enfoques acerca de cómo paliar los daños económicos derivados de la emergencia sanitaria que estamos viviendo: el enfoque del rescate total de la economía y el de un rescate selectivo. Los problemas del rescate total ya los tratamos en un artículo anterior: es muy caro (y, por tanto, muy arriesgado para Estados endeudados) y obstaculiza la adaptación a corto y medio plazo de la economía ante el ‘shock’ temporal —pero también persistente— que ha sufrido.

El rescate selectivo, por el contrario, tiene la finalidad de reforzar únicamente aquellas industrias y empresas que generen hoy valor o que previsiblemente vayan a seguir generándolo en el futuro: es decir, no se trata de rescatar a toda compañía, sino solo al tejido productivo sano. Por ejemplo, si una aerolínea no solo sufre un colapso de ventas ahora sino que, como consecuencia de un posible cambio de preferencias de los ciudadanos tras la pandemia, va a sufrir una reducción persistente de su actividad hasta el punto de dejar de ser rentable, esa aerolínea no debería ser reflotada, sino permitir que quiebre o que se reajuste; en cambio, si una empresa se ha visto obligada a suspender su actividad hoy pero se espera que vuelva a generar valor una vez pase la crisis sanitaria (técnicamente, si su valor actual neto es positivo), entonces sí habría que evitar que fuera desmembrada por no contar hoy con suficiente liquidez.

¿Cómo rescatar entonces aquella parte del tejido empresarial que sí genera o va a seguir generando valor una vez pasada la pandemia (y no aquella que se ha vuelto irremediablemente no viable a largo plazo)? Con medidas encaminadas a mejorar liquidez y a mejorar la solvencia de los agentes económicos. Las primeras (liquidez) sirven para que las empresas puedan atender sus pagos a corto plazo; las segundas (solvencias), para recapitalizarlas.

Medidas encaminadas a mejorar la liquidez:

  • Aplazamiento del cobro de impuestos: las administraciones públicas drenan periódicamente liquidez de familias y empresas mediante el cobro de impuestos. No tiene mucho sentido que, en las actuales circunstancias, los agentes económicos tengan que pagarlos a costa de ver mermadas sus propias reservas de tesorería. Como poco, el Estado debería permitir el aplazamiento gratuito y a largo plazo de todos los impuestos directos o cotizaciones sociales que venzan durante la vigencia del estado de alarma.
  • Bonificación fiscal a los aplazamientos voluntarios: para incentivar que los acreedores privados retrasen sus cobros a los deudores, deberíamos introducir algún tipo de beneficio fiscal para aquellos que opten por ese camino (por ejemplo, todos los cobros que se aplacen un año podrán deducirse de la base imponible del impuesto sobre sociedades o del IRPF, incluso generando activos fiscales frente a la Administración si esa base imponible resultara negativa). También habría, por cierto, que modificar la ley para reducir los costes de transacción de los aplazamientos (las carencias hipotecarias, verbigracia, requieren pasar por el notario, algo del todo desaconsejable en las presentes circunstancias).
  • Rescate de los planes de pensiones sin penalización fiscal: muchos españoles poseen un cierto patrimonio inmovilizado en sus planes de pensiones, los cuales por lo general no son rescatables hasta la jubilación y solo tras un brutal rejonazo fiscal. De nuevo, en las actuales circunstancias, debería permitirse la liquidación a todos aquellos que la reclamen y sin pasar por la caja de Hacienda (o, al menos, con un sustancial aplazamiento en el pago de esta deuda fiscal).
  • Avales solo con riesgo compartido: por último, la política preferida por parte de los políticos españoles (y europeos), a saber, los avales de la deuda empresarial, debería utilizarse con mucha precaución. Por un lado, si el sistema financiero cuenta con suficiente liquidez (y, tras los manguerazos del BCE, dispone de sobra), no debería haber ninguna necesidad de que el Estado avale nada: aquellas empresas (o familias) que la banca juzgue que van a ser capaces de hacer frente a sus pasivos en el largo plazo obtendrán refinanciación por parte de la propia banca; aquellas que se juzgue que han dejado de ser solventes a largo plazo no la obtendrán… Pero tampoco deben obtenerla (han de quebrar o reestructurarse). Desde esta perspectiva, se me escapa por qué razón el Estado debe avalar nada salvo si el objetivo no es proteger al deudor, sino al acreedor (es decir, rescatar a la banca por la puerta de atrás). Por otro, uno podría sostener —no sin cierta razón— que en el actual contexto de enorme incertidumbre económica (sobre todo, en cuanto a la extensión temporal de la pandemia), la banca se mostrará muy adversa al riesgo y, por tanto, será especialmente cicatera a la hora de otorgar nuevo crédito, de modo que podría ser necesario un cierto apoyo estatal en forma de avales sobre los deudores: el problema de esta medida, claro, es a qué deudores avalar y a cuáles no; cómo discriminar a quienes merecen ser refinanciados de quienes no. La solución menos mala al respecto es permitir que la banca seleccione a quienes refinancia pero sin contar con un aval por el 100% de la deuda refinanciada, sino solo sobre una porción de la misma (de modo que soporte parte del riesgo de sus decisiones).

Medidas encaminadas a mejorar la solvencia:

  • Rebaja de impuestos: el aplazamiento del cobro de impuestos por parte de la Administración mejora la liquidez de los agentes económicos, pero no su solvencia. A la postre, el monto total de sus pasivos (fiscales) sigue siendo el mismo: solo se retrasa el momento de abonarlos. Si de lo que se trata, en cambio, es de facilitar la recapitalización de los agentes económicos, una rebaja impositiva es una vía rápida y eficaz: se reducen los pasivos fiscales presentes y futuros, aumentando correspondientemente el patrimonio neto de familias y empresas. Acaso se reproche que un recorte impositivo no mejorará la solvencia de aquellas compañías que estén experimentando pérdidas, pero si la rebaja es permanente, las empresas con beneficios futuros también se recapitalizarán en el presente; si, en cambio, la rebaja es temporal y se habilita a las empresas para que escojan el periodo fiscal al que aplicar tal rebaja, aquellas empresas que vuelvan a generar beneficios en el futuro también se recapitalizarán en el presente. No lo harán, en cambio, las empresas que no vuelvan a generar beneficios nunca más: pero esas empresas han de ser liquidadas o reestructuradas, no subsidiadas.
  • Prestaciones por desempleo: en una sociedad mucho más libre, los trabajadores podrían contratar sus propios seguros contra el desempleo o, alternativamente, ahorrar la parte de sus salarios que hoy destinan a cotizar por una prestación de desempleo (nada menos que el 7,05% de su sueldo cada mes). En la actual, empero, ese servicio lo ofrece coercitivamente el Estado (como las pensiones públicas) y, por tanto, es lógico que cumpla con sus compromisos financieros: eso implica transferir renta a todos aquellos que, cumpliendo con las condiciones establecidas, hayan quedado parados, aunque sea temporalmente, durante esta suspensión de actividad.
  • Ajustes presupuestarios futuros: las dos medidas anteriores mejoran la solvencia del sector privado a costa de deteriorar la solvencia del sector público, exponiéndonos por tanto a una crisis de deuda. Si queremos minimizar ese riesgo —y, desde luego, conviene hacerlo—, deberíamos anunciar en paralelo un plan creíble de ajustes a largo plazo para amortizar el aumento de deuda que se produzca durante los próximos meses como consecuencia de la rebaja fiscal y del aumento de las prestaciones por desempleo.
  • Desregulación: los únicos sobrecostes que el Estado impone al sector empresarial no son de naturaleza fiscal, sino también de naturaleza regulatoria. La regulación obliga a que las empresas adopten determinadas prácticas organizativas que son costosas y que por tanto merman su solvencia: por ejemplo, la Unión Europea estima que el conjunto de sus regulaciones acarrea un coste anual equivalente al 4% del PIB. En el actual contexto de excepcionalidad, todas aquellas regulaciones (o, al menos, muchas de ellas) que no estén estrictamente vinculadas a combatir la pandemia deberían derogarse para así ampliar la solvencia de las empresas.

En definitiva, frente a la estrategia de rescate total e indiscriminado, existe una vía más sensata de reflotamiento selectivo. Es verdad que ni lo uno ni lo otro impedirán un fortísimo desplome de la economía durante, al menos, el próximo trimestre (pues estamos parando la economía para parar la pandemia), pero el segundo camino sí permitiría minimizar con eficiencia, y justicia, los más dañinos efectos de segunda ronda derivados de ese desplome.