Frivolizar la huelga

PELLO SALABURU, EL CORREO 01/05/2013
Pello Salaburu
Pello Salaburu

· Plantear una huelga general como si la relación trabajador-patrón fuese similar a la existente hace cien años requiere altas dosis de imaginación.

La huelga general es el instrumento más poderoso del que han dispuesto los trabajadores a lo largo de la historia para reivindicar sus derechos. Por esa razón, por ser en realidad el último cartucho, siempre se ha utilizado con cautela, marcando en rojo el calendario. La preparación de una huelga general requiere, en la medida de lo posible, acuerdos amplios entre los sindicatos, que son quienes han articulado los intereses de aquello que se llamaba ‘la clase obrera’, exige palpar el sentir de la población y requiere, sobre todo, que su convocatoria quiebre de algún modo aspectos del sistema que se quiere combatir o forzar, cuando menos, su modificación. En último término, si hay unidad sindical, si la población afectada está por la labor y si se tiene confianza de que el sistema va a acusar recibo, el resultado de la convocatoria se mide con el rasero que todos conocemos: la sociedad se paraliza. Desde esta perspectiva, esta octava huelga general de los últimos años ha cosechado un notable fracaso. Nada, salvo la programación de música en alguna emisora, daba la impresión de que el país estuviera paralizado.

Bastaba darse una vuelta por cualquier calle para observar lo que de verdad sucedía, a pesar del esfuerzo de algunos piquetes en informar con contundencia (saboteando líneas de tren, pidiendo con delicadeza que un comercio cerrara sus puertas o lanzando botes de pintura) de lo que estaba pasando: la vida ha continuado exactamente igual, con menos coches, con algunas empresas cerradas, y con manifestaciones de unos miles de personas en las capitales, muchas de las cuales entraban luego en la cafetería de la esquina a tomar el menú o un café, o aprovechaban el momento para entrar en algún gran almacén. En eso ha consistido la última huelga general.

Plantear una huelga general como si la relación trabajador-patrón fuese similar a la existente hace cien años requiere altas dosis de imaginación. Hay cuestiones básicas que no se deben olvidar: para empezar, todo eso del internacionalismo y solidaridad proletaria, si es que existió en alguna ocasión, ha pasado a la historia, nadie se acuerda ya del vecino de al lado; en segundo lugar, más del 27% de la población hace huelga general todos los días, sin que nadie la convoque y, entre los sectores más dinámicos, entre los jóvenes, hacen huelga de forma sistemática más del 50%; muchos comercios y negocios menores van cerrando sus puertas poco a poco sin necesidad de que nadie les pida que lo hagan con motivo de una huelga; los dueños de las empresas –sean los propietarios, o los empleados altamente cualificados– ocupan su tiempo en saber si tienen alguien que les vaya a comprar el producto más que en buscar condiciones idóneas para explotar de mala manera a sus empleados, aprovechando la situación; mientras se convocan huelgas generales de ámbito geográfico muy localizado, la actividad de las empresas es global. Por último, quienes tenemos todavía un puesto de trabajo, somos unos privilegiados, convendría no pasarlo por alto. Somos los que menos derecho tenemos para protestar.

¿Quiere esto decir que debemos permanecer de brazos cruzados? En absoluto. Esta enorme crisis, que amaneció como financiera en algunos países, y en España se está mostrando cada vez más como paradigmática de la corrupción en distintos niveles, nos debería llevar a una reflexión más matizada, que no se limitase al «ya lo decía yo» o «hay que cambiar el modelo». El modelo de sociedad que tenemos es, desde el punto de vista económico, el resultado de años de irresponsabilidad: simplemente, si ingresábamos 100, hemos gastado durante años 150, 200 o 250. Así se puede aguantar un año o dos, pero al final las deudas nos comen. Y la deuda es la que nos está comiendo. Hablar de otro modelo en estas condiciones es un recurso fácil y completamente demagógico. Pero será difícil que se pueda poner en marcha… salvo que nos olvidemos de esa deuda. Me temo que no está en nuestras manos.

Para saldar la deuda se ha cargado de impuestos al ciudadano, mientras que a muchos de los causantes directos se les prima con generosidad y se les sigue ofreciendo puestos de responsabilidad. El PP está tocando techo en estos temas: no es ya el nivel de su incapacidad para buscar salidas, que reconozco que son complejas. Es que mientras nos asan, todos observamos casos de corrupción descomunal de personas en las alturas que se han metido dinero a manos llenas en los bolsillos. Acabamos financiando hasta los cubatas de nuestros diputados, para que nos digan, como excusa imperdonable, que no hay irregularidades (solo faltaba); al lado de ministras que no saben quién les paga hoteles de lujo, tenemos empresas con enormes pérdidas que apoquinan pluses escandalosos a los miembros de sus consejos, o cargos del PP que en época de crisis han triplicado sus sueldos; sigue habiendo prejubilaciones a cargo de fondos públicos difíciles de entender, mientras a los demás se nos alarga la vida laboral y se nos dice que la jubilación no va a ser lo que era… ¿Qué hace el Gobierno español con todo eso? Nada: o se calla o dice que no hay irregularidades, mientras nos llena a todos de vergüenza ajena, y apoya a los suyos, que esto de la justicia va lento. La responsabilidad política es, en estos momentos, crucial. Están contribuyendo a formar una sociedad decepcionada. Y eso es lo peor que puede pasar. Menuda porquería estamos dejando a los que nos siguen.

PELLO SALABURU, EL CORREO 01/05/2013