DAVID GISTAU, ABC – 27/06/14
· La sociedad recibió el mensaje y aceptó que el reinado de Felipe VI sería una continuidad de las virtudes y los servicios prestados.
Colindante con las hogueras de San Juan, el tránsito monárquico empezado con la abdicación y culminado con la prueba darwinista de resistencia al calor a que fueron sometidos los cortesanos en el besamanos de Palacio estaba pensado en parte para que tuviera un efecto purificador. Ardieron cosas como en un solsticio pagano, aunque solo fuera en términos metafóricos, pues tampoco era cuestión, por antagonismo con las costumbres actuales, de levantarle a Urdangarín, o a su efigie de cera, una hoguera auténtica en la Plaza Mayor.
El propio discurso (iba a decir de investidura) de Felipe VI en las Cortes intentó, evitando los reconocimientos demasiado explícitos, amputar todas las gangrenas de la herencia. La Monarquía íntegra, honrada y transparente se convertía así, además de en un compromiso personal, en una ruptura con el pasado y con ciertas ramificaciones familiares que debía ejecutarse con delicadeza para no arruinar el viaje a la posteridad de Juan Carlos I.
Esa parte del discurso se solventó con acierto. La sociedad recibió el mensaje y, en su mayoría, aceptó que el reinado de Felipe VI sería de entrada una continuidad de las virtudes y los servicios prestados, pero un contador puesto a cero en lo que concernía a los errores que por otra parte nunca fueron adjudicados al entonces Príncipe de Asturias. Aunque el propio Rey, con su cita cervantina, admitiera de algún modo estar a prueba como un candidato al orgullo de los ciudadanos con sentido crítico, su ciclo comenzaba con la cauterización exitosa de muchos problemas que atormentaron al anterior titular de la corona durante sus últimos años. La ausencia de la Infanta Cristina resumía el rigor de la extirpación, de todo cuanto debía quedar atrás.
Así las cosas, al mensaje fundacional de Felipe VI no le convienen nada las maniobras protectoras del sistema, incluida la campaña de difamación contra el «justiciero» juez Castro, que han sucedido al cierre de diligencias. Ni siquiera se sostiene ya la hipótesis de que Castro es un conspirador (y un prevaricador) que combate la Monarquía por prejuicios ideológicos, porque el daño político que pudiera causar el destino judicial de la Infanta ya fue neutralizado con la purificación del relevo: el juicio será una reminiscencia del tiempo anterior, más allá de que los recursos se lo eviten o no a la Infanta.
Mientras, cuanto más entusiasta sea el auxilio a la hermana del Rey de las partes acusadoras, cuanto más imaginativo sea el periodismo institucional en la atribución de oscuras intenciones al juez Castro –con su casco de bandolero cósmico–, más tendrá la impresión la opinión pública de que aún operan los resortes de poder que Felipe VI se comprometió a arrojar al fuego durante su presentación al mundo. Agréguese la demanda de que la Infanta tampoco sea una pieza por cobrar en un contexto de desgaste a un Rey que ya no está.