ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Fuegos fatuos
Desde que decidieron ignorar las primeras advertencias del Tribunal Constitucional sobre la ilegalidad de las decisiones parlamentarias que iban tomando, los dirigentes independentistas confiaron en que la violencia, de acuerdo con cualquier proceso revolucionario canónico, compensara la ausencia de ley y acabara por establecer una ley de nueva planta. La formulación de una neolengua siempre ha estado entre las primeras y perentorias necesidades del nacionalismo –ni el más fanático nacionalismo puede superar la profunda vergüenza que se causa, por lo que desde la raíz es indispensable el maquillaje eufemístico– y a su violencia la llamaron paz. A lo largo del Proceso se fueron produciendo innumerables variantes. La más sinuosa y eficaz fue la intimidación. Desde Pujol, el nacionalismo catalán ha sido la historia de una intimidación. Pero el Proceso acogió diversas materializaciones. Una de las más tempranas y turbadoras la protagonizó precisamente el delincuente Oriol Junqueras cuando en 2013, y en Bruselas, amenazó con paralizar la economía catalana si el Estado impedía la autodeterminación.
En la fase final del Proceso, cuando los dirigentes independentistas aprobaron las leyes de desconexión, se conectaron definitivamente con la masa y con su fuerza disuasoria. Si hasta el 1 de octubre fueron cumpliendo escrupulosamente todo lo que prometían –que cumplían con sus compromisos fue siempre uno de sus rasgos más destacados– es porque creían tener dos millones de personas detrás. Y entre ellas algunas decenas de miles capaces de convertirse en una fuerza de choque, pacífica, por supuesto. Ese convencimiento era el resultado de las coreográficas manifestaciones de los últimos 11 de septiembre y de la ingrávida echo chamber que había construido durante muchos años el ecosistema mediático catalán, de cuyo funcionamiento, como demuestran los pintorescos argumentos de parte de la sentencia, los jueces del Supremo no han llegado a tener ni la más puñetera idea. La potencia del ecosistema era tal que no solo influía a los nacionalistas. Yo tuve en aquel tiempo muchas conversaciones con desmoralizados constitucionalistas que veían inevitable la independencia, entre otras razones, decían, porque el pusilánime Rajoy nunca se atrevería a destituir a un Gobierno y a meterlo en la cárcel.
Los independentistas pensaban otra cosa fundamental. Jamás el Gobierno respondería a su violencia con violencia. ¿Cómo iba a atreverse el Gobierno a frustrar a palos la voluntad de las masas? Entre sus cálculos nunca estuvo la posibilidad de que el Gobierno se arriesgara a que las televisiones de medio mundo difundieran imágenes de violencia policial contra pacíficos ciudadanos votando. El acuerdo entre Puigdemont y Trapero aseguró la inutilización de los Mossos: ni antes ni durante trabajaron para impedir el referéndum. Y la larga jornada del día 20 ante el Departamento de Economía, que fue planeada como un ensayo general de la pacífica violencia necesaria para impedir el ejercicio de la ley española, les dio singulares esperanzas.
El 1 de octubre se cumplieron en parte. Las masas tomaron los centros de votación desde bien temprano. A casi todos ellos llegó una pareja de mossos. Venían a cumplir la ley y a llevarse las papeletas y las urnas. Pero la masa les impedía el paso. La violencia instrumental, funcional y preordenada de la masa. Y solo esa violencia. Los mossos se volvían con el rabo entre las piernas –hasta las mosses–, porque ésas eran las instrucciones y su pasividad la otra indispensable violencia, instrumental, funcional y preordenada. Sin embargo, se produjo lo inesperado. Patrullas dispersas de Policía española acudieron a varios centros de votaciones y respondieron a la violencia de los manifestantes con la violencia de la ley. Una actuación logísticamente desordenada, incluso caótica, casi siempre de contención ejemplar, que se saldó con la única desgracia grave de un ojo. Aunque nadie podría llamar referéndum a aquello, la Policía no pudo impedir que las votaciones continuaran. Pero su intervención acabó con el Proceso, aquel día mismo. Y lo hizo de un modo paradójico. Es verdad que las televisiones y webs de medio mundo emitieron esas imágenes poco prestigiosas. Pero entre ellas estaban las catalanas. Cientos de miles de catalanes supieron aquel día que en el choque de dos violencias había perdido la suya.
Desde el 1 de octubre de 2017 la violencia independentista se acabó en Cataluña. Nadie volvió ni ha vuelto a salir a la calle. Salir a la calle tiene su coste: lo expresaron con claridad unos cuantos policías, haciendo uso de una diezmillonésima parte de la fuerza del Estado. Inercialmente, los acontecimientos siguieron su triste curso e incluso se proclamó la independencia –celebrada en la calle por pocos centenares de patriotas irredentos–, porque a Puigdemont le resultó más fácil dejarse ir que asumir la dura ascesis de la derrota. Pero la violencia de la masa, partera de la historia, hizo su mutis definitivo.
Lo que ahora y durante unas pocas noches habrá en este lugar donde escribo son solo fuegos fatuos. Llamitas que en los pantanos y cementerios se elevan de las sustancias en putrefacción.