Gafas

DAVID GISTAU-El Mundo

LA PELÍCULA Toma el dinero y corre pertenece al tiempo en que Woody Allen hacía cine de gags. Aún no era el Chéjov de Manhattan ni había introducido elementos intelectuales como la mortificación y el fracaso de la voluntad. En la historia del atracador Virgil Starkwell hay dos chistes con los que río como si los viera por primera vez. El de la pistola de jabón con la que intenta fugarse pero que se convierte en espuma en su mano porque ha elegido para la evasión una noche de lluvia. Y el rolling-gag de los abusones de su barrio que le sacan las gafas, las arrojan al suelo y se las pisan.

Quién le habría dicho a Woody que, tantos años después, esa escena cobraría sentido al tropezar en San Sebastián con los batasunos que, al llevar mucho tiempo siendo los matones del barrio, tratarían de pisarle las gafas en el suelo. La diferencia es que estos sietemachos, que probablemente añoran los tiempos en que sus coacciones se expresaban con una diana pintada en una pared –preludio de la pistola–, no se han encontrado con un muchacho resignado, sino con todo un hombre de 83 años, muy baqueteado por su exposición a la turba, que les ha correspondido con la mejor respuesta posible: el desdén y la disposición a seguir trabajando cada día de su vida. Hay un matiz soberbio en este desprecio de Woody Allen cuando Bildu trata de fabricar tensiones con las que seguir ejerciendo el control mafioso, palermitano, de los espacios que apenas nadie le discutía cuando detrás estaba la fuerza bruta de ETA.

El otro día hablábamos de la ocupación, por parte de movimientos extremistas cuando no directamente posterroristas, de causas con aceptación social. Para rehabilitarse con ellas como pretexto, para cambiar la coartada de cohesión cuando la antigua fue superada por los tiempos. La relación del mundo abertzale con el feminismo, que ocupa ahora las pintadas murales de los gudaris en pueblos como Hernani, es un perfecto ejemplo de ello. En ese contexto hay que colocar el repudio batasuno a Woody Allen, un cineasta que, afectado por rumores que no obtuvieron la menor consecuencia judicial, fue atropellado, al igual que otros cuya reputación quedó destruida, por la inercia justiciera desatada por el metoo. Suficiente para que los batasunos, a quienes los dedos aún les huelen a gasolina y pólvora, se hagan pasar por cumplidores de la conciencia social contemporánea. Viva Woody.