El Correo-GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA

El grupo no defendía el Estado de Derecho: lo subvertía. Tampoco formaba parte de la Administración. Su actuación fue clandestina e irregular, y el apoyo que recibió, ilegal

Este mes se cumple el 35º aniversario del ‘caso Lasa y Zabala’, el crimen fundacional de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). Hubo precedentes durante la Transición. Por un lado, el terrorismo de extrema derecha, que buscaba sabotear a la naciente democracia. Por otro, aunque a veces era difícil distinguirlo del primero, el terrorismo vigilante, que combatía a las bandas terroristas con sus propias armas. Un ejemplo de este último fue el asesinato en diciembre de 1977 del líder de ETA militar José Miguel Beñarán, ‘Argala’. De nuevo, la zona gris.

El historiador Raúl López Romo ha calculado que durante la Transición el terrorismo ultraderechista y vigilante causó 32 víctimas mortales tan solo en el País Vasco. Tal nivel de violencia no era responsabilidad de una organización estable y estructurada, con una estrategia clara, como lo eran las distintas ramas de ETA o los GRAPO. Todo parece indicar que el Batallón Vasco Español (BVE), la Alianza Apostólica Anticomunista (Triple A) o Antiterrorismo ETA (ATE) no eran más que las siglas de conveniencia que usaban diferentes perpetradores. A menudo los pistoleros tenían vínculos con el sector de la Administración más reaccionario y nostálgico de la dictadura.

Pese a que algunos terroristas activos durante la Transición terminaron integrándose en los GAL, su nacimiento data de octubre de 1983. Ese mes fueron secuestrados, torturados, asesinados y enterrados José Antonio Lasa Aróstegui y José Ignacio Zabala Artano, quienes, según sentencia judicial, pertenecían a ETA militar. Sus restos serían encontrados dos años después en Busot (Alicante), aunque no fueron identificados hasta 1995. En abril de 2000, la Audiencia Nacional dictó largas condenas de cárcel para los responsables del crimen; entre ellos, el general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo y el exgobernador civil de Gipuzkoa Julen Elgorriaga.

Tras las elecciones generales de 1982, Felipe González presidía el primer Gobierno socialista desde los años treinta. Y el terrorismo era uno de los problemas más acuciantes a los que debía enfrentarse. De los anteriores ejecutivos de UCD, el nuevo había heredado un trascendental acuerdo con la Euskadiko Ezkerra de Mario Onaindia: la disolución de ETA político-militar a cambio de una amnistía encubierta para sus miembros. Además, el Gabinete González promovió medidas de reinserción individual para cualquier exetarra que las solicitase. Paralela, y contradictoriamente, algunos de los más altos cargos del Ministerio del Interior, que carecían de experiencia en cuestiones de seguridad, pero creían posible eliminar a ETA de manera expeditiva, decidieron crear los GAL. El fin, se pensó, justificaba los medios.

En las filas de los GAL hubo mercenarios, pero también agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Como ha quedado judicialmente demostrado, fueron financiados y patrocinados por la cúpula del Ministerio del Interior. Es comprensible que, por tanto, se haya llegado a hablar de terrorismo de Estado. Sin embargo, el término más correcto sería terrorismo vigilante. El grupo no defendía el Estado de Derecho: lo subvertía. Tampoco formaba parte de la Administración pública. Su actuación fue clandestina e irregular, y el apoyo que recibió, completamente ilegal. Por esa razón los GAL fueron perseguidos y sus integrantes acabaron siendo condenados.

Arrebatar una sola vida hubiera sido demasiado. Por desgracia, fueron muchas más. Autoerigiéndose en jueces y verdugos, los GAL asesinaron a 27 personas. Parafraseando a Talleyrand, no solo se trató de un crimen, sino también de un chapucero error. Muchas de sus víctimas no tenían nada que ver con ETA. Valgan como muestra dos botones: los terroristas confundieron con dirigentes etarras a Segundo Marey, secuestrado en diciembre de 1983, y a Juan Carlos García Goena, a quien mataron con una bomba lapa en julio de 1987.

Como las otras bandas terroristas, los GAL no lograron sus objetivos fundacionales. Se suele achacar cierto peso a sus atentados en el comienzo de la colaboración del Gobierno francés con su homólogo español a mediados de los años ochenta, lo que permitió que aquel país dejara de ser un santuario para ETA. En realidad, resulta difícil cuantificar su importancia, ya que tal giro también pudo deberse a otros factores. Ahora bien, si la finalidad última de los GAL era la desaparición de ETA, es evidente que no lo lograron en 1987, que fue el último año de su trágica historia.

A pesar de su carácter ilegal y de su breve existencia, los GAL han sido utilizados por el nacionalismo vasco radical para intentar deslegitimar la democracia, justificar los crímenes de ETA y reforzar la falsa imagen de un ‘conflicto’ entre dos bandos armados, el de los vascos y el de los españoles, que llevarían enfrentados desde la noche de los tiempos. La instrumentalización propagandística del pasado es eficaz para la contienda política, pero dificulta el avance del conocimiento. Solo el trabajo de los historiadores profesionales, basado en el rigor académico, garantiza la veracidad del relato. Por eso el Centro Memorial y el Instituto Valentín de Foronda (UPV/EHU) impulsan un proyecto de investigación sobre el terrorismo en el País Vasco en el que están incluidos los GAL y sus antecedentes. Sus víctimas, y la sociedad, tienen derecho a saber la verdad.