Cristian Campos-El Español
 

La paradoja española es difícil de explicar. Ningún otro presidente español ha tenido menos apoyo en las urnas que Pedro Sánchez, pero más poder entre sus manos.

Ningún otro ha tenido menos poder territorial.

Ningún otro ha gobernado con apoyos más frágiles.

Ningún otro ha tenido menos apoyo de los ciudadanos.

Ningún otro ha estado tan sometido al chantaje de fuerzas disgregadoras.

Y, sin embargo, a pesar del resultado en Galicia, vamos camino de un cambio de régimen que no tenemos manera de detener.

La paradoja es esta. Un gobierno construido con elementos de una debilidad extrema podría conseguir aquello para lo que, se sigue diciendo todavía hoy en las facultades de Derecho, hace falta un proceso de reforma constitucional agravado.

Lo que no sería capaz de conseguir ni siquiera un Gobierno con una abrumadora mayoría absoluta lo va a conseguir uno que a duras penas puede garantizar su supervivencia más allá de este miércoles.

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En sus primeras elecciones, las de 2015, Sánchez obtuvo el peor resultado histórico de su partido: 90 diputados. Un año después logró empeorarlo.

Sánchez llegó a la Moncloa con 85 diputados, el menor apoyo con el que ha contado ningún presidente en la historia de la democracia.

Subió a 123 en las elecciones de abril de 2019 gracias al desplome de un PP que se quedó en 66.

Repitió elecciones confiando en subir hasta los 140 escaños, pero perdió tres para quedarse en 120.

En 2023 ganó un escaño, hasta los 121, y los medios sanchistas lo celebraron como si hubiera superado los 202 del PSOE de 1982.

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Sánchez ha perdido Andalucía, el gran feudo socialista, y ahora el PP gobierna allí con mayoría absoluta, algo impensable antes de su llegada al liderazgo del PSOE.

Ha entregado casi todo el poder territorial al PP y el PSOE sólo gobierna hoy en una comunidad despoblada (Castilla-La Mancha), en una atrapada en una espiral de decadencia económica y poblacional jaleada con entusiasmo por la izquierda (Asturias) y en una región que el independentismo vasco aspira a devorar (Navarra).

El PSOE sólo gobierna en 12 de 52 capitales de provincia.

El primer alcalde socialista en la lista de las ciudades más pobladas de España es el de Barcelona, que gobierna gracias al PP.

Excepción hecha de esa anomalía, hay que bucear hasta el puesto nueve para encontrar al segundo socialista: Carolina Darias en Las Palmas de Gran Canaria.

El PSOE es sólo el segundo partido del Congreso de los Diputados y está en minoría en el Senado (120 escaños para el PP por 72 del PSOE).

El socialismo está en su suelo histórico en Galicia, es irrelevante en la Comunidad de Madrid, no tiene opciones de gobernar en el País Vasco y ha cedido el ayuntamiento de Pamplona a EH Bildu.

También ha perdido Valencia, Aragón y Extremadura.

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No andan mejor sus socios. Sumar es un pozo sin fondo demoscópico y Yolanda Díaz, el mayor fracaso de la política española desde Antonio Hernández Mancha. Como ministra de Trabajo, ha destruido el mercado laboral español y ha conseguido para España el título de país con más paro de la UE. Sus cifras son, literalmente, africanas.

Junts y ERC se estrellaron en las elecciones de 2023 y perdieron entre ambos más de medio millón de votos de un total de 1.400.000. Sus líderes son hoy delincuentes indultados o en proceso de amnistía, incapaces siquiera de garantizar el suministro de agua a sus ciudadanos.

Podemos es un cadáver. En Comú y Compromís, un medio cadáver. Más Madrid, un partido que se dedica a buscar patos muertos por el Manzanares.

El PNV compite hoy de tú a tú con EH Bildu y ya no es el partido hegemónico en el País Vasco que ha sido durante las últimas cuatro décadas.

El BNG ha crecido a costa del PSOE, pero para quedarse en la oposición en Galicia.

Ni siquiera EH Bildu, el partido más beneficiado por el sanchismo, puede alegar mayor mérito propio. La alcaldía de Pamplona es un regalo del PSOE y la presidencia vasca será imposible sin el apoyo de los socialistas.

En cuanto a Vox, tan esencial para Pedro Sánchez como todos los anteriores, se le está poniendo cara de UPyD.

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Pero este presidente rechazado de forma abrumadora por las urnas, es decir por los españoles, controla el Poder Legislativo; la presidencia del Congreso de los Diputados; la Fiscalía; el Tribunal Constitucional; el Consejo de Estado; el CIS; el CNI; el Tribunal de Cuentas; el INE; y decenas de empresas públicas y semipúblicas (Correos, AENA, EFE, Indra, Hispasat, RENFE).

Si Sánchez no controla todavía el Poder Judicial es porque, de forma milagrosa, la UE parece haber esbozado un leve mohín de disgusto.

También controla, por supuesto, el Poder Ejecutivo y el PSOE. O lo que queda del PSOE.

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Así que España, que es una monarquía parlamentaria, se ha convertido en una república presidencialista de facto sin haberlo comido, bebido o votado los españoles.

Por las grietas de la Constitución, y de la ley a la ley, se nos ha colado el cesarismo.

Y cuando Sánchez caiga o decida desaparecer del escenario envuelto en una bomba de humo para aterrizar en la UE, la OTAN o la ONU todo esto se olvidará como se nos olvida la sequía en cuanto caen cuatro gotas del cielo.

Pero el problema no desaparecerá. Porque el problema es que la Constitución no ha sido diseñada a prueba de césares. Y a la vista está el resultado. En un país donde la izquierda no cree en la existencia de España, ni en la igualdad de todos los ciudadanos, la Constitución no puede dejar abierta la forma del Estado ni su estructura territorial.

Hay que cerrar el debate territorial de una vez por todas. Y hay que hacerlo a la luz de la experiencia de los últimos 45 años.

En las vigas de la Constitución empieza a asomar la aluminosis y un país sensato debería comenzar a plantearse la reforma.

Porque el siguiente Sánchez quizá no sea de izquierdas, que parece ser el factor que lo hace todo más digerible para muchos españoles.