ABC 28/11/12
IGNACIO CAMACHO
El fracaso de la destemplada rauxa soberanista abre una oportunidad de reparar sin chantajes el modelo de convivencia
FRENTE al sesgado recelo pesimista que en cierta opinión madrileña interpreta las elecciones catalanas como un triunfo conjunto del soberanismo, los nacionalistas saben que el domingo embarrancó su proyecto de demarrage hacia la secesión y quedó apuntalado el statuquo que Mas quería transformar con su salto al vacío. Contados los votos el independentismo sigue más o menos donde estaba, aunque en su seno se haya producido un corrimiento de tierras debido al majestuoso error de cálculo del iluminado líder de CiU. La marea de la Diada no ha inundado las urnas y los dirigentes pospujolistas están bastante sonados por el varapalo recibido; los más conspirativos se miran entre sí con cara de ajuste de cuentas y los más reflexivos se lamentan de haber abrazado con frívolo entusiasmo un proyecto que a fin de cuentas no era el suyo. La retórica poselectoral siempre es refractaria a la autocrítica pero la realidad es que, más allá de las palabras, el referéndum que pretendían forzar lo ven ahora muy lejos y su prioridad consiste en encontrar el modo de urdir una alianza de gobierno o de investidura con Esquerra sin alimentar al que ya consideran como su principal adversario. Ahora sí entienden, demasiado tarde, que lo único que han logrado con este frustrado proceso de ruptura es engordar al tigre que aspira a merendárselos.
Tan importante resulta, empero, saber digerir una derrota como administrar un éxito. En este sentido los partidos constitucionalistas no deberían limitarse al lógico regodeo ante el descalabro que Mas se ha infligido a sí mismo. Es muy divertido, tentador después de tanta altisonante suficiencia, pero poco útil. La política está para encontrar caminos, y abrirlos si no los hay. Bien explotado, con estrategia y tacto, el resultado de las elecciones representa una oportunidad para explorar las vías que había tapado la intransigencia nacionalista.
Porque el problema catalán está ahí desde hace décadas, tal vez siglos, y no lo cierra este fracaso del aventurerismo oportunista y su destemplada rauxa de exaltación identitaria. En cambio sí abre un resquicio para abordar sin prisas, sin rarezas y sin chantajes algunas reparaciones imprescindibles en el modelo de mutua convivencia. Y también en el marco autonómico global del Estado, cuyas costuras crujen por efecto del desgaste y de la inviabilidad financiera que es el origen de todo este alboroto. Ahora hay tiempo, hay condiciones y hay pausa. Se puede aplazar, claro, pero no tanto como para que el soberanismo se reorganice y plantee un nuevo desafío.
Entre los nacionalistas más radicales cunde estos días una expresión que define su desencanto: «Ha ganado España». Lo dicen con un desaliento despectivo y sufriente, pero en sentido integrador, inclusivo, la frase puede contener un diagnóstico de esperanza. Un liderazgo español de luces largas haría lo posible para que fuese cierto.