José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Otegi ha dado una ‘patada al hormiguero’ para optimizar las contradicciones del sistema democrático español. Hasta exetarras reinsertados en la cárcel de Nanclares consideran su conducta y la de la izquierda ‘abertzale’ como «inaceptable»

En los tiempos duros de los ochenta y noventa en Euskadi, la potencial condición de víctima de ETA trascendía cualquier diferencia ideológica. Nuestro patriotismo consistía en militar en la democracia española sin importar en qué lado del espectro político nos encontrásemos. Extrañará a algunos, quizá, que incluso nacionalistas por vivencia familiar y personal, por pulsión emocional, pero rectos de conciencia, perteneciesen a ese ámbito aflictivo, moral y emocional. Como ayer recordaba en RNE la extraordinaria Aurora Intxausti, periodista de ‘El País’ que se libró milagrosamente de morir en un ascensor en el que los terroristas habían instalado un artefacto explosivo, ETA nos robó la juventud, pero —añado yo— también nos hizo más sólidos como ciudadanos y más humanos. Porque ni las víctimas directas del terror ni las secundarias han manifestado ni afanes de venganza ni expresiones de rencor. O sea, el terrorismo excitó nuestros mejores instintos éticos en vez de degradarlos.

Según el Proyecto Retorno, elaborado por el Instituto Vasco de Criminología en 2011, podríamos ser hasta 200.000 los vascos transterrados obligados a refugiarnos en otras comunidades de España por la amenaza del terrorismo y por la indiferencia, la cobardía y la desprotección de una parte de la sociedad vasca. Una cifra que no computa a los integrantes de los núcleos familiares que tuvieron que huir. Es lo que el recordado José María Calleja denominó con propiedad en su libro ‘La diáspora vasca’, que subtituló así: ‘Historia de los condenados a irse de Euskadi por culpa del terrorismo de ETA’ (El País-Aguilar 1999). El prólogo del relato es del admirado Jon Juaristi, que tantos servicios ha prestado y presta a la narrativa veraz del horror etarra, con obras de un valor testimonial y documental incalculable. 

Las palabras precedentes tratan de explicar, quizá torpemente, que la experiencia de convivencia atroz con el asesinato, el secuestro y la extorsión ha hecho arraigar en muchos de nosotros un mecanismo de reacción diferente al quizá lógico ante los señuelos que nos tienden y los engaños a los que nos someten los legatarios de la banda terrorista ETA. Me refiero, claro está, a la mendacidad de Arnaldo Otegi, que por la mañana del lunes dijo en San Sebastián sentir el dolor de las víctimas y comprometerse a mitigarlo, y por la tarde, en Eibar, se sinceró con la militancia de Sortu y alardeó de que con sus declaraciones “hemos vuelto a darle una patada al hormiguero” y se han “colocado en el centro del tablero” y —¡fíjense en el posesivo!— “nosotros tenemos 200 presos y tienen que salir. Y si para eso hay que votar los Presupuestos, los votaremos”. Su comportamiento y el de la izquierda ‘abertzale’ es “inaceptable”, incluso, para expresos de ETA, acogidos a la vía de reinserción de la cárcel de Nanclares (Álava), que han asumido sus responsabilidades: “No es lícito —escribieron ayer estos exetarras— esconderse como los topos y dejar todo el peso sobre los autores de los atentados”. Entre los firmantes de la carta, nada menos que Kepa Pikabea, Andoni Alza, Rafael Caride, Andoni Díaz Urrutia, Joseba Urrusolo Sistiaga y Carmen Guisasola.

Estas declaraciones de Otegi son muy lesivas para el Gobierno de Pedro Sánchez. Son corrosivas para el Ejecutivo y, en particular, para el PSOE. Y son chulescas, abusivas, altaneras, pero —como siempre en la idiosincrasia de ETA, de la que participa el líder ‘abertzale’— son también el reflejo fiel de su propósito reventador. Encierran, sin embargo, una formidable trampa a la democracia española: incendiar la convivencia entre españoles situando en el punto de mira al Gobierno y a su presidente y generar una bronca generalizada, mientras ellos contemplan el espectáculo con delectación. ETA, Otegi y los suyos siempre han sido expertos en optimizar las contradicciones democráticas. Y saben que una de ellas es, precisamente, la relación que EH Bildu mantiene en el Congreso con los grupos parlamentarios que apoyan al Gobierno y que tanto sufrimiento moral causa entre decenas de miles de ciudadanos concernidos de manera directa o indirecta por lo que representan esas siglas y sus máximos dirigentes. Y saben también cómo hiere que a un partido así haya miembros morados del Consejo de Ministros que pretendan elevarlo a la ‘dirección del Estado’.

Ante la diafanidad de los propósitos de los sucesores de ETA, lo que procede es apoyar —no a Pedro Sánchez como individuo— al presidente legítimo del Gobierno de España, respaldarle en su afirmación taxativa de que nuestro Estado lo es de derecho, subrayarle —si acaso pudo albergar dudas— que la disolución de ETA no ha llevado, ni lejanamente, a la madurez democrática de sus sucesores políticos y confiar en que tome las decisiones más coherentes para desbaratar los objetivos —varios y todos desestabilizadores— que Otegi, su partido y su coalición pretenden. Habría que lograr, además, que la ‘patada al hormiguero’ de Otegi se vuelva contra él y los suyos como un bumerán y evitar que lesione más nuestras instituciones. 

La política de este Gobierno de coalición merece severas críticas y es legítimo y democrático el propósito de que sea relevado en unas futuras elecciones libres como son las españolas. Pero esa ahora no debería ser la cuestión. Porque lo que toca es que esta partida no la gane Otegi sino el presidente del Gobierno o, lo que es lo mismo, el sistema democrático, que es al que patea el albacea de la banda terrorista ETA. Cuidado con no confundirse sobre cuál es la cuestión esencial que se dilucida. Gánela, presidente. Ya sabe lo que tiene que hacer para que así sea: aferrarse a su compromiso de defensa de la Constitución y de las instituciones y evitar ventajas, concesiones o preferencias a quienes quieran destruir aquella y desmantelar estas. En definitiva: compórtese como lo que ha dicho que es, un socialdemócrata.