Durante más de 20 años el consenso sobre la Transición consideraba la Guerra como un fracaso colectivo, la Constitución como marco compartido por todas las opciones pacíficas y la amnistía como reconciliación. El revisionismo desde el cambio de siglo presenta la Transición como un proceso incompleto o semifracasado, y a la amnistía como auto-exculpación del franquismo.
Tal vez las gestiones de don Juan Carlos en favor de un pacto contra la crisis se expliquen sencillamente por su deseo de acreditar la utilidad de la Monarquía como poder mediador. Es decir, por su deseo de hacer frente a esa forma de cuestionamiento de la legitimidad de la institución asociada al revisionismo sobre la Transición que se ha abierto paso en sectores de la opinión pública. Si la hipótesis fuera cierta, sería posible establecer un hilo entre los dos temas políticos del momento: la propuesta de un pacto de Estado anticrisis y algunas implicaciones políticas del caso Garzón en relación con la causa sobre los crímenes del franquismo, y en particular con la reinterpretación de la amnistía como imposición postrera de ese régimen para indultarse a sí mismo.
Es dudoso que la actuación de Garzón en defensa de su competencia en esa causa tenga encaje en el delito de prevaricación. Pero es lamentable que esa defensa le llevara a ignorar, mediante complicados razonamientos, el alcance (y significado profundo) de la Ley de Amnistía de 1977. Esa norma completó lo que habían dejado pendiente los indultos que siguieron a la muerte de Franco y la amnistía parcial decretada por Suárez en julio de 1976, que excluía a los condenados o acusados por actos que hubieran «puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas».
La oposición reclamaba que se ampliase a «todos los delitos de intencionalidad política» a fin de culminar, dijo Carrillo en la sesión constitutiva de las Cortes salidas de las elecciones de junio de 1977, el «proceso de reconciliación». Como ha recordado Santos Juliá, esa palabra, reconciliación, fue incorporada a la argumentación en favor de una amnistía sin excepciones. Pero en las conversaciones de Suárez con la oposición se introduce, en paralelo a la inclusión de los delitos de sangre, una referencia a las actuaciones contra los derechos humanos de las autoridades y funcionarios franquistas. Amnistía total es un término que pasa a identificarse, dice Juliá, «con el fin de la Guerra Civil y de la dictadura».
De forma que cuando la ley es finalmente aprobada en el Congreso (con sólo dos votos en contra y 18 abstenciones), el entonces diputado Xabier Arzalluz la saluda como norma votada por un Parlamento en el que comparten escaños «personas con muchos años de cárcel y exilio en sus biografías junto a otras que han participado en los Gobiernos causantes de esa cárcel y ese exilio». Y recuerda que «hechos de sangre» los había habido por ambas partes, por lo que interpreta la norma como cancelación de ese pasado y gesto de perdón recíproco.
Durante más de 20 años el consenso establecido sobre la Transición partía de la consideración de la guerra como un fracaso colectivo a superar, de la Constitución como marco compartido por todas las opciones pacíficas, igualmente legítimas, y de la amnistía como reconciliación. Ese consenso se debilitó hacia el cambio de siglo, por razones generacionales pero también políticas. El revisionismo sobre la Transición la presenta como un proceso incompleto o semifracasado (por la coacción militar y la falta de arrojo de la izquierda para provocar la ruptura); y a la amnistía, como auto-exculpación del franquismo.
J. M. Ruiz Soroa, en un artículo publicado en El Correo (7-12-2008), alertaba sobre las consecuencias aparentemente no buscadas pero altamente desestabilizadoras que podrían derivar de ese cambio de visión: el cuestionamiento de la legitimidad de la Monarquía, dada su relación pasada con el franquismo, y la desautorización moral de la derecha política como heredera del régimen del General, lo que a su vez deslegitima la posibilidad de alternancia, y que se manifiesta en expresiones como «bloque constitucional», que la excluye, o condenas al ostracismo como la del Pacto del Tinell o el compromiso ante notario de Artur Mas de no pactar nada con el PP.
En la situación actual de incomunicación entre las partes, y con las encuestas reflejando el deseo mayoritario de concertación frente a la crisis, el Rey habría tomado la iniciativa de abogar públicamente por ella. Tal vez desde el recuerdo de aquel octubre de 1977 en el que, con un intervalo de 10 días, se aprobaba la Ley de Amnistía y firmaban los Pactos de la Moncloa, que contribuyeron, escribe Charles Powell (España en democracia. 2001), a legitimar «medidas de austeridad inevitablemente impopulares» y a la «reconciliación entre antiguos antagonistas». Tal vez de acuerdo con Tucídides, historiador de la guerra del Peloponeso para quien la política sirve para que «el odio no sea eterno».
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 18/2/2010