Gasol y el imperio

ABC 14/07/17
LUIS VENTOSO

· Los países sin carácter nacional al final dejan de existir como estados

Acomienzos del siglo XX, el Imperio Austrohúngaro era una tremenda potencia, la sexta del mundo, para más señas. Entre 1870 y 1910 su economía creció un 128%. Su renta per cápita aumentaba más rápido que las de Francia e Inglaterra. Su riqueza lo convirtió en un faro cultural de primer orden, la tierra de Klimt y Stefan Zweig, de Freud, Mahler o Kafka, la que vio nacer a Wittgenstein y Popper. Pero en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y el colosal Imperio Austrohúngaro se desvaneció en la historia como un azucarillo, dando lugar a buena parte de las actuales Austria, Hungría, Polonia, Rumanía, República Checa, Eslovaquia, Ucrania y los países balcánicos. ¿Qué había pasado? ¿Cómo pudo implosionar así semejante titán? La respuesta es que no se forjó un carácter nacional que uniese a todos los pueblos que habitaban en su seno. Un país cuyos ciudadanos no comparten historias, mitos y proyectos pronto deja de existir como nación. La única argamasa allí eran el mayoritario catolicismo y la figura del emperador Francisco José I, que reinó casi 68 años a partir de 1848 y era muy popular, políglota y querido. No existían unos valores comunes de la nación austrohúngara, faltaba una conciencia nacional auténtica y los Habsburgo no acertaron a forjarla. Todo lo contrario, llevaron a cabo ciertas concesiones autonomistas y el artículo 19 de la Constitución protegía la preservación en la escuela de las lenguas locales. El topicazo que tanto se maneja hoy en España no es cierto: la «maravillosa diversidad» no es buena para la salud de las naciones, porque si no existen unos valores superiores que creen lazos, la diversidad acaba minando los Estados y puede destruirlos. Por eso resulta tan gravemente equivocada la vía que ha elegido el PSOE para afrontar el problema separatista español.

Un viejo y fino chiste resume bien todo lo anterior. Es la definición de lo que era Yugoslavia: ocho pueblos diferentes, seis naciones, cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos y un solo yugoslavo, el mariscal Tito. En 1980 se murió Tito y se acabó el invento, entre guerras nacionalistas y sanguinarias.

Pau Gasol es con Nadal, Induráin y Alonso el deportista español más destacado de la historia. Un tipo excelente, templado y razonable, que siempre ha defendido la camiseta de su país con entrega y estima. Pero esta semana, en una entrevista en TV3, ha apoyado el referéndum xenófobo, inconstitucional e independentista del nacionalismo catalán. ¿Por qué ha acabado ahí un catalán que se siente español, como Gasol? Pues porque el separatismo está ganando allí la batalla de las ideas. Ha logrado inculcar en muchas mentes la falacia de que incumplir las leyes de una democracia es sinónimo de libertad, cuando en realidad es la ley de la jungla. En esta batalla por los corazones España está actuando como el Imperio Austrohúgaro de Francisco José: es un gigante, pero debido a un aberrante complejo derivado del franquismo no se atreve a promover unos valores españoles compartidos. Un poco de patriotismo español, aunque nadie se atreve a decirlo, es lo único que puede parar a largo plazo la demolición en curso del país.