Alejo Vidal Quadras-Vozpópuli
- Una transmutación de género por simple decisión personal puede dar lugar a claras discriminaciones de las mujeres en competiciones deportivas o en determinadas aspiraciones laborales
El Consejo de Ministros ha aprobado recientemente el proyecto de ley sobre Derechos de las Personas LGTBI, la conocida como “ley trans”. De acuerdo con esta norma, que el Parlamento deberá debatir y si procede aprobar, en caso de existir una falta de coincidencia entre el género sentido y el sexo asignado al nacer, la persona en tal circunstancia podrá a partir de los doce años decidir autónomamente su género, si bien hasta los catorce bajo tutela judicial. Entre los catorce y los dieciséis, asistida por sus padres, y a partir de los dieciséis sin necesidad de tutela paterna. Esta autoasignación de género tendrá constancia registral y no requerirá diagnóstico médico previo. La mera expresión de voluntad de la persona en cuestión será suficiente para que el cambio de género sea válido a todos los efectos civiles y administrativos oportunos. Como era de esperar, esta disposición, que desafía las ideas que sobre el sexo tiene todavía una gran mayoría de españoles, así como muchas convenciones sociales muy arraigadas en nuestro país, ha suscitado serias dudas jurídicas en el Consejo General del Poder Judicial, llamado a opinar preceptivamente sobre tan delicado asunto. Así, una transmutación de género por simple decisión personal puede dar lugar a claras discriminaciones de las mujeres en competiciones deportivas o en su aspiración a ser admitidas en las Fuerzas Armadas o en cuerpos de seguridad, donde un nacido varón, pero autotransformado en mujer mediante su sola manifestación de sentirse tal, tendría notorias ventajas a la hora de superar las pruebas físicas requeridas. Asimismo, el órgano de gobierno de los jueces recomienda que la edad para liberarse por completo de la supervisión parental en una decisión de tanta envergadura sea de dieciocho años, consejo dictado por una elemental prudencia.
La gran impulsora de la “ley trans”, la ministra de Igualdad Irene Montero, ha declarado en relación a esta reforma legislativa: “El Gobierno de coalición está con las personas trans, con las personas LGTBI y sus familias. Esto sirve para que España sea un país con cada vez más derechos en el que todos podamos ser felices”. Recogiendo este loable deseo de la ministra de que la felicidad sea universal, yo le recomiendo la lectura de un libro publicado el año pasado en Estados Unidos del que existe ya traducción al español y que lleva por título Daño irreversible: la locura transgénero que seduce a nuestras hijas (Irreversible Damage: the transgender craze seducing our daughters es el original inglés. La traducción ha convertido la palabra “craze”, moda o tendencia, en “locura”, se supone que para mejor reflejar el carácter dramático del tema tratado). La autora es Abigail Shrier, una acreditada periodista independiente, colaboradora habitual de The Wall Street Journal y graduada en Humanidades y Filosofía por las universidades de Columbia, Yale y Oxford. La obra mencionada fue declarada Mejor Libro del Año por The Economist y por The Times.
Incluso en aquellos ejemplos que son más favorables en términos familiares, sociales y médicos, el nivel de sufrimiento mental y físico, de dificultades a superar en el terreno práctico y de dudas o angustias profundas, es considerable
Shrier reúne en este volumen centenares de testimonios directos de padres, madres, educadores, juristas, psicólogos, psiquiatras, médicos de diversas especialidades, activistas e influencers trans y numerosas personas que han pasado por un proceso de reasignación de género. Por supuesto, en su relato hay historias muy diversas, tanto de éxitos como de fracasos, de dramas desgarradores como de tránsitos tranquilos, de padecimientos indecibles como de aceptaciones satisfactorias, pero una conclusión inequívoca del rico material que proporciona la lectura de “Daño Irreversible” es que para nada las personas que atraviesan esta experiencia la viven como algo fácil, llevadero o placentero. Incluso en aquellos ejemplos que son más. favorables en términos familiares, sociales y médicos, el nivel de sufrimiento mental y físico, de dificultades a superar en el terreno práctico y de dudas o angustias profundas, es considerable.
Un dato relevante que la ufana ministra de Igualdad debiera tener presente es que antes de la explosión de las redes y de la intensa ola de reivindicaciones LGTBI, ampliamente publicitada por los medios audiovisuales, el cine y ONGs de todo pelaje, los casos de disforia de género se daban principalmente en varones, emitían fuertes señales desde edades muy tempranas y su incidencia era muy escasa, del orden del 0.01% de la población y, por supuesto, no todos ellos desembocaban en cambio de género, sino que un porcentaje apreciable remitía al crecer el individuo que terminaba asumiendo sin traumas su sexo de origen. La disforia de género en adolescentes mujeres era prácticamente inexistente. Yo recuerdo con emoción películas como «Mi querida señorita” o “La chica danesa”, auténticas obras de arte en las que la interpretación de los protagonistas sólo se puede calificar de magistral, muy superiores y convincentes, a mi juicio, a intentos almodovarianos similares, que con su alambicada y forzada trama pseudo freudiana caen en la artificialidad.
Empujando a miles de chicas a agresivos tratamientos de bloqueo de la pubertad u hormonales, seguidos muchas veces de doble mastectomía, sin intervención de sus familias
La seria advertencia que nos hace Abigail Shrier en Daño Irreversible es que la desatada incidencia de disforia de género entre las estudiantes de secundaria y de escuelas preuniversitarias estadounidenses en la última década, en proporciones del 3 o 4%, algo absolutamente insólito y fuera totalmente del rango de lo que venía sucediendo en el pasado, obedece muy probablemente a factores ajenos a lo “natural” y, por tanto, la acción automáticamente afirmativa en el mundo educativo y sanitario norteamericano, empujando a miles de chicas a agresivos tratamientos de bloqueo de la pubertad u hormonales, seguidos muchas veces de doble mastectomía, sin intervención de sus familias, representa una grave irresponsabilidad, que está arruinando la vida a no pocas jóvenes confundidas y desorientadas en una etapa difícil de su desarrollo físico, mental, emocional y sexual. Esperemos que esta plaga no alcance a nuestra población juvenil femenina y que el sólido fondo cultural y moral de nuestra sociedad, aunque muy zarandeado en estos tiempos turbulentos, se resista a este fenómeno, ya agudo en la otra orilla del Atlántico, porque si no fuera así, la ley trans, en vez de multiplicar el contingente de personas felices, impregnaría de dolor, frustración y tristeza a abundantes víctimas de un daño, en efecto, irreversible