RUBÉN AMÓN-El Confidencial
- La decisión de abandonar la sede es un ejercicio catártico, teatral y voluntarista que no resuelve los problemas del partido, tan profundos que acompañarán a Casado allí donde se desplace
Enternece el ejercicio de voluntarismo con que Pablo Casado aspira a regenerar el Partido Popular. No cuestiona su liderazgo ni su estrategia, pero sacrifica la sede de Génova como si la estuviera devorando el amianto. Y como si entregara al desguace la maldición de un barco pirata.
Se trata de una catarsis inmobiliaria, de una iniciativa simbólica que resulta inofensiva respecto a los problemas del PP. Casado quiere romper con el pasado, pero el pasado no quiere romper con Casado, de tal manera que los fantasmas de Bárcenas, el escarmiento de Cataluña, la hegemonía de Sánchez y la ferocidad de Vox van a hacerle compañía allí donde decida fundar la nueva sede. Tendría más sentido atreverse a refundar el partido, sacrificar las siglas, aprovechar los años de barbecho en la oposición —tres más cuatro— para reconstruir una derecha liberal, aconfesional, regeneradora y moderna, más todavía cuando los escombros de Ciudadanos proporcionan la oportunidad de situarse en la entelequia del centro.
Un nuevo partido. Una nueva sede. Y un ejercicio de responsabilidad con el pasado. No porque Casado sea responsable de la corrupción ni de la negligencia de Rajoy en Cataluña, sino porque es competencia del líder gestionar la herencia que se recibe. Fugarse de Génova simboliza más bien una iniciativa cosmética y teatral, aunque podemos entender la claustrofobia del líder del PP en una sede cuyas últimas reformas son objeto de un proceso judicial que desentraña la financiación irregular, los sobornos del empresariado, los sobresueldos y el desenlace de concursos.
Génova 13 identifica un edificio maldito, un castillo embrujado del que Bárcenas se resiste a marcharse. Cada vez que Casado intenta quitárselo de encima, el tesorero llama dos veces y vuelve a repintar el reguero de sangre, el pecado original, igual que hace el fantasma de Canterville.
Fue en Génova13 donde se amontonaban las corruptelas del PP madrileño y donde se produjo la redada humillante que ordenó nocturnamente el juez Ruz. La Policía Nacional se presentó en diciembre de 2013 para abastecerse de documentación incriminatoria y ponerla a salvo de las trituradoras de papel. Rajoy tenía una en la planta noble del edificio porque se habían convertido en un remedio fenomenal a los documentos nauseabundos. La trituradora era más importante que la máquina del café.
Bárcenas manejaba una en su garito en la tercera planta, curiosamente el mismo emplazamiento donde Francisco Ibáñez ubicó la residencia de Ceferino Raffles, o sea, el ladronzuelo que habita en 13 rue del Percebe.
No parece una casualidad que el número maldito coincida con el de la calle Génova. De hecho, el ajetreo de impunidad en los años gloriosos de Aznar y de Rajoy evocan la misma fauna de la comunidad de vecinos que dibujó el maestro Ibáñez: el ladrón, el timador del colmado, la portera cotilla y hasta la mezquina dueña de la pensión que maltrata a la clientela.
¿Sede nueva, partido nuevo? Ya le gustaría a Casado convertir la huida del buque fantasma en una solución a la decadencia del PP. El barco de Génova aloja más espectros que un relato de terror de Jack London, pero la botadura de una nueva embarcación no corrige los problemas del timonel ni distrae la evidencia de una crisis sucesoria. Más todavía cuando el PP no tiene proyecto ni tampoco sede, pero sí banquillo y una incertidumbre existencial: ¿Núñez Feijóo o Isabel Díaz Ayuso? Casado puede huir de Génova 13, pero no puede escaparse de sí mismo.