IGNACIO CAMACHO – ABC – 27/02/16
· El furor reformista sobre las diputaciones olvida que los municipios son el primer eslabón de la democracia, no el último.
En el último gran pacto de investidura, el del 96, Pujol le arrancó a Aznar la supresión de los gobiernos civiles, la gestión de los puertos por las autonomías y los últimos flecos competenciales de educación y sanidad. No se atrevió el entonces presidente catalán a pedir la eliminación de las diputaciones, que había intentado absorber desde la Generalitat en 1980 por una ley que tumbó de inmediato el Tribunal Constitucional, con ponencia de Rubio Llorente.
En cambio, un contrastado antinacionalista como Albert Rivera ha conseguido en pocos días que Pedro Sánchez acceda a liquidar las corporaciones provinciales en las que su partido asienta buena parte de su poder territorial. Es probable que nadie llore si desaparece esta institución bicentenaria, pero convendría que el furor reformista se atemperase en debates más profundos que el del mercado de las urgencias políticas.
Ni la mayoría de los 62.000 empleados públicos de las diputaciones ni el opaco clientelismo que los partidos derraman en ellas van a desvanecerse con su disolución; simplemente se trasladarán a las ya hipertrofiadas estructuras periféricas de las taifas regionales, que reclamarán también su porción del excedente presupuestario de la medida. A cambio se perdería autonomía local y, sobre todo, contrapeso de poderes, un aspecto esencial en el equilibrio democrático.
El presunto ahorro de 5.000 millones y la eliminación de una tropa de cargos de confianza avalan cualquier poda administrativa siempre que llegue reflexionada sin precipitaciones. Resulta significativo que la propuesta provenga de un partido sin experiencia de gestión que acaso no haya considerado lo suficiente el efecto de engorde que su decisión tendría sobre unos regímenes autonómicos ya excesivamente obesos. Y al fondo de la cuestión se perfila otra de mayor importancia para el sistema: el cuestionamiento de la provincia como unidad electoral, un auténtico vuelco de las reglas del juego.
Hay una sensibilidad social manifiesta a favor del adelgazamiento de las instituciones. Sin embargo, la responsabilidad política obliga a ponderar con cuidado las consecuencias de reformas irreversibles emprendidas a plumazos. La desaparición de los gobernadores civiles fue un error que ha alejado de las provincias la presencia del Estado. Y si hay una administración hidrocéfala es la autonómica, no la local, en general abandonada a una suerte cenicienta. Los municipios son el primer eslabón de la democracia, no el último.
Los nuevos partidos, de naturaleza esencialmente urbana, desconfían de los territorios rurales porque tienen menor implantación en ellos, pero su población estática y envejecida es tan ciudadana española como la de las capitales. A menudo la política no son sólo números, sino geografía humana. El reformismo ilustrado ha tenido en España grandes aciertos cuando actuó sobre el terreno, no sobre los mapas.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 27/02/16