Empecemos por lo elemental: el Gobierno de Pedro Sánchez no tendrá más remedio que negociar para sacar adelante el decreto de alarma en el Congreso porque no cuenta con mayoría. Sabido esto, resulta como mínimo presuntuoso apoyarse en un nebuloso criterio «científico» para pretender que los grupos traguen sin rechistar con la prolongación de las medidas de excepción durante nada menos que seis meses. Un período a todas luces excesivo salvo que se plantee como cómodo subterfugio para eludir el control parlamentario, esa costumbre de las democracias modernas.
Gobernantes de distinto signo admiten que los comités de expertos de todo pelaje (cuando los había) se han equivocado una y otra vez al intentar predecir el comportamiento de la pandemia. El enfoque del problema solo puede ser cartesiano: nos enfrentamos a un virus imprevisible al que solo es posible combatir casi minuto a minuto. La resistencia del Gobierno a reformar la legislación sanitaria solo deja una vía posible, la de la alarma, desarrollada en una ley orgánica de vocación garantista que habla de una aplicación «proporcionada a las circunstancias». Unas circunstancias, podrá convenir casi cualquiera, difíciles de predecir a medio año vista.
Pero es que, además, hay consenso entre los constitucionalistas sobre la necesidad de extremar la prudencia a la hora de manejar una figura que afecta de lleno a derechos fundamentales. «La lógica dice que una situación tan excepcional requiere controles excepcionales», apuntan. Coinciden también en que si el período inicialmente previsto en la ley es de quince días parece razonable que las prórrogas no multipliquen por doce esa estimación. Períodos de vigencia más cortos suponen, en definitiva, no hurtar al Congreso la posibilidad de debatir cada cierto tiempo sobre el contenido concreto de las medidas y avalarlas con su voto. Justamente lo que están pidiendo grupos tan dispares como Cs o ERC, que se antoja una vez más como la clave de bóveda de la mayoría sanchista. Y es posible que, en el tira y afloja, a Sánchez se le caigan algunos meses por el camino.
Eso garantizaría que no se confunda el cierre de filas político frente a la emergencia sanitaria con liderazgos plenipotenciarios, rayanos en lo paternalista, que pretendan, en definitiva sortear al Legislativo. Que caigan en la recién descubierta tentación de gobernar sin Parlamento. No se trata, en definitiva, de escenificar una rendición de cuentas en forma de periódicas comparecencias meramente cosméticas sino de que las Cámaras avalen la proporcionalidad que consagra el ordenamiento. Ni Urkullu salió el lunes a explicar las duras restricciones en Euskadi ni tiene necesidad de comparecer en el Parlamento vasco ni a Sánchez se le espera mañana en el Congreso. No parece presentable. Da la sensación de que el presidente, a cambio de otorgar el mando a los presidentes autonómicos e imbuirles así de ese poder de rienda suelta, esperaba a cambio un asentimiento más o menos acrítico a sus planes, como el que, por cierto, sí le ha dado el PNV. Pero no lo va a tener tan fácil.