ARCADI ESPADA-El Mundo
–La Policía formó un cordón para que pasaran los manifestantes y tal como iban pasando les iban abriendo la cabeza.
A veces cometen algún error más o menos relevante. Cuando el fiscal le pregunta a uno si conocía la orden del juez de impedir el referéndum contesta:
–No. Yo me fijaba más en las leyes que aprobaba el Parlament.
Es una respuesta de una plausible arrogancia que, sin embargo, pone en problemas a los acusados. Aunque pueda parecer asombroso para cualquiera que lo haya visto, las defensas tratan siempre de desligar los movimientos del pueblo catalunyés de las instrucciones o de las actividades de sus autoridades, que a diferencia del pueblo son las que se sientan en el banquillo. Es importante que todo parezca espontáneo y vaya siempre, siempre, de abajo arriba. Y que evite cualquier indicio de que la autoridad impulsa o jalea la rebelión.
Por la mañana el abogado Van Eynde parece pasar por un mal momento. Se queda como un motor gripado y la causa es dudosa. Tal vez sea la colorida viveza de algunas de las descripciones, que socavan una sensibilidad sin duda tierna. O quizá sea que el juez Marchena acaba de hacerle al testigo una recomendación convencional para que evite la descripción de su visión del mundo. Lo cierto es que el juez le anima a hacer una pregunta, pero el abogado no arranca.
–Haga usted una pregunta– le dice con cierta impaciencia.
–Estoy pensando qué preguntar.
–Bueno, eso se hace en casa. Pregunte.
Sigue gripado. Pero al final se recobra.
–Estoy tratando de recobrar la serenidad, señoría– concluye sin acabar de despejar el misterio.
Acude seguidamente el alcalde de Sant Julià, el colegio donde iba a votar Puigdemont. En un momento determinado el alcalde confiesa que el 1 de octubre alentó a los ciudadanos de su pueblo y de los pueblos vecinos a participar en las votaciones que se estaban celebrando. El alcalde de Sant Julià es una autoridad. Pequeña, pero autoridad. Por lo tanto tiene una pequeña importancia, pero importancia, que la confesión de haber participado en la provocación de un acto ilegal se haga en la Sala con tan manifiesta tranquilidad. Será que los golpeados vienen cargados de razón, y, desde Ferlosio, ya se sabe que pocas cosas hay más peligrosas que un hombre cargado de razón.
El acto final de los golpeados es estadístico. Se presenta ante el Tribunal el que era entonces director del Servicio Catalán de Salud. El señor David Elvira confirma que el 1 de octubre hubo un herido: un ciudadano que perdió un ojo, por el disparo de una pelota de goma. Él habla de afectación a un globo ocular, pero se le entiende. Incluye también entre las víctimas a un hombre que sufrió un infarto. Y tres personas con subidas de tensión. Y 996 golpeados que se pasaron por algún centro de salud. El interrogatorio del fiscal y de la abogada del Estado no exige ninguna precisión al funcionario. Es verdad que no tiene ningún interés para su causa, porque no es la Policía la que está siendo juzgada, aunque lo parezca. Pero el ministerio público debe responder a las necesidades públicas. Y el juicio no debió dejar pasar la oportunidad de desmontar el fake soberanista de los 1000 heridos.
En cualquier caso, las gentes aquel día golpeadas, los niños, viejos, mujeres embarazadas y precariedades diversas que participaron en un acto ilegal no recibieron del poder público la atención debida. No hablo de la atención sanitaria, que se la dieron de mil amores los solícitos funcionarios. Hablo de una atención política previa. El gobierno de la Generalidad los convocó explícitamente a la participación en un acto ilegal de desafío a la democracia. Y por los inequívocos informes de su Policía sabía que iban a correr un riesgo cierto. Marchena dirá en su sentencia si el gobierno de la Generalidad se comportó de una manera criminal. Su inmoralidad, sin embargo, está ya fuera de toda duda. Tampoco el gobierno del Estado cumplió eficazmente con su obligación. Si aquella noche el presidente Rajoy se hubiera dirigido a los ciudadanos catalanes advirtiéndoles que iban a participar en un acto ilegal no exento de peligro su palabra hubiera valido por la acción de 1000 antidisturbios.
Uno y otro (aunque uno más que otro) mandaron a sus ciudadanos a la porra.