JON JUARISTI, ABC 24/02/13
· Bajo un Estado subvencionador, toda corporación privilegiada deriva inevitablemente hacia la izquierda.
La Academia de las Artes y de las Ciencias Cinematográficas de España (AACCE) no es una institución pública, como las Reales Academias del Instituto de España. Pese a su relación preferencial con la Administración del Estado, sigue siendo una entidad privada y, por tanto, totalmente independiente de aquélla. El único organismo oficial que regula la producción cinematográfica en España es el Instituto de Cinematografía y Artes Audiovisuales (ICAA), autónomo, pero dependiente del Ministerio de Educación Cultura y Deporte con rango de Dirección General. Su función principal consiste en el apoyo financiero a la industria audiovisual. Tiene otras (conservación del patrimonio, coordinación internacional), pero son secundarias. El ICAA convoca todos los años el Premio Nacional de Cinematografía, un galardón de dotación alta –30.000 euros– como los de Artes Plásticas y Teatro (superior a los de Literatura e Historia). Aún así, su prestigio entre los profesionales del cine está por debajo del los premios de claro origen corporativo como el José María Forqué (de EGEDA, la gestora de derechos de los productores) o como los Goyas de la AACCE.
La AACCE se creó en 1985, por iniciativa de diversas personalidades del cine español, siguiendo el modelo de la Academia de Hollywood. Conviene recordar que esta última fue fundada en 1927 por treinta y seis empresarios de la industria cinematográfica americana, a instancias del productor Louis B. Mayer, con el fin de yugular las reivindicaciones sindicales. Aunque se presentó desde el primer momento como una institución de carácter artístico, constituía de hecho un poderoso sindicato vertical inspirado en el guildismo británico y en el corporativismo fascista. Agrupó a los grandes productores y a los profesionales mejor retribuidos y, si no consiguió aniquilar la actividad de los sindicatos, le restó fuerza y la fragmentó. El truco de Mayer consistió en subrayar la supuesta dimensión artística del cine a expensas de su carácter industrial. Hay películas que todos consideramos verdaderas obras de arte, pero incluso éstas, que son las menos, participan de la condición de producto industrial de la inmensa morralla audiovisual que sale (o no sale) al mercado. Con todo, los tiburones como Mayer o Walt Disney se movían en una economía de libre mercado. Arriesgaban su dinero. Bajo los Estados subvencionadores, los productores dependen tanto de la financiación pública como el último tramoyista y comparten los mismos intereses como extractores del presupuesto.
En nuestro país, el Gobierno puede optar por el soborno o por los recortes, pero no modificará la situación básica de antagonismo mientras sea el único empresario del ramo. Lógicamente, toda la corporación cinematográfica es de izquierdas (las excepciones son rarísimas) y morderá la mano que le da de comer aunque se la pasen por el lomo. Su coartada ideológica estriba en la pretensión, totalmente absurda, de representar a los humillados y ofendidos. No es más que un delirio, evidentemente, pero se ve favorecido por la crisis de la izquierda política y por una tradición inventada de antifranquismo gremial. Los humillados y ofendidos no visten de Gucci ni cobran un congo por guión. Que las actrices sean más pertinaces que el resto en su afición a escenificar insurrecciones bolcheviques tampoco es de extrañar después de un par de décadas encarnando milicianas. El pobre Bela Lugosi también terminó creyéndose vampiro. Otros estamentos han sido más cautos, y ya Luis García Berlanga advirtió hace años del peligro de que la Academia se convirtiera en un sindicato. Pero, ¿en qué otra cosa podía convertirse?
JON JUARISTI, ABC 24/02/13