Tonia Etxarri-El Correo

Hoy, hace 25 años, ETA le mató mientras almorzaba con María San Gil. Meses antes de que los terroristas le callaran para siempre, su partido había ganado las elecciones europeas en San Sebastián. Y meses después de su asesinato, el PP ganó las elecciones en su ciudad.

Pero Goyo, que estaba consolidando su liderazgo como alternativa al nacionalismo, ya no pudo ver ese triunfo. Los terroristas le pararon el reloj de la vida. Después de los atentados contra políticos de UCD, en 1980, y del asesinato del socialista Enrique Casas en 1984, Ordóñez fue el primero de una larga lista de cargos públicos ‘eliminados’. En plena democracia. Cuando la banda empezó a aplicar la ‘socialización’ del sufrimiento. ETA lo eliminó. Como hizo con políticos centristas y socialistas. Quiso amordazar la libertad de pensamiento y de expresión. Desde Fernando Múgica a López de Lacalle, Tomás y Valiente o Fernando Buesa y Caso o Iruretagoyena y Zamarreño. El tiro al disidente. Por contarlo. O, simplemente, por estar en un cargo institucional. Les molestaban quienes, como él y tantos socialistas de entonces, defendían el respeto a la ley, la democracia y la unidad de España.

Pero esta historia se ha hurtado durante años en los centros escolares. Por eso muchos jóvenes que ni siquiera saben quién fue Miguel Ángel Blanco (a pesar de su traumático, sonoro y descarnado final) tampoco conocen a Gregorio Ordóñez.

Que fue la imagen rebelde de una época siniestra. La insignia del compromiso. La expresión de la denuncia y la resistencia frente a la mayor corrupción política y humana que estaba practicando la banda. Vehemente, agitador cívico contra el sometimiento al fanatismo. Demócrata de derechas.

Un patriota que amó tanto al País Vasco que no lo quería injusto. Perseverante hasta la terquedad. Contrincante duro y pactista con principios. Una especie casi extinguida en la política actual. Levantó la voz para hacerse oír entre la bruma del silencio y la indiferencia. Entre el espesor del miedo. Entre quienes justificaban a los asesinos. Y le costó caro. Lo pagó con la vida.

ETA ya no mata. Pero ha dejado el terreno contaminado. Sus socios de EH Bildu, instalados en las instituciones y con capacidad suficiente para poner o quitar gobiernos, siguen justificando su macabra historia. Si Goyo siguiera vivo, estaría clamando contra la complacencia ante el ‘blanqueamiento’ de ETA. La memoria. El justo relato. La injustificación de tanto asesinato. Y no comprendería que europarlamentarios hayan votado en contra de investigar los más de 300 crímenes sin resolver. Ni que los socialistas navarros hayan negociado con quienes no condenan a ETA.

Ni que el PP vasco, 25 años después, se haya quedado en el último lugar del escalafón parlamentario. Si no se exige a EH Bildu una reparación antes de pactar cualquier componenda con ellos, se seguirá justificando la raíz del terrorismo. Goyo ya no está. Pero queda su legado. La exposición que hoy se inaugura, de la mano de la Fundación que preside Ana Iríbar, es el mejor antídoto contra el olvido y la tergiversación.