DAVID GISTAU-El MUNDO
EL DE Sánchez entre nosotros habrá sido un experimento pródigo en momentos degradantes. Pero pocos tanto como aquel instante fundacional en que, al buscar la aprobación de Rufián durante un benévolo careo parlamentario, dijo que el único culpable español era La Derecha y que, extirpada ésta, todo sería un armónico fluir hacia la felicidad plurinacional de las tribus que llevan pegado en el parabrisas el distintivo progresista. Era cuando el Kennedy de las gafas de puto amo se citaba con Torra en la machadiana fuente de los amores difíciles. Y los editorialistas orgánicos daban trato de Casandras de la crispación a quienes advertían de los peligros de las dependencias de Sánchez y de la inmoralidad de sus rendiciones. De su afán de poder y Falcon a toda costa.
Miren ahora su gran proyecto refundador de Transición fetén. Ni sacar una momia de su cripta ha logrado. El socio podemita, el que simpatizó con el independentismo porque le venía bien todo cuanto contribuyera al colapso del 78, se despoja de las simulaciones institucionales y, contrariado por un resultado electoral, llama a la calle a romper las urnas. Mientras, su cadena amiga convierte en show una búsqueda de fachas mediante delaciones que recuerda la de los condenados a paseo de la Brigada del Amanecer de García Atadell, a quien por cierto aún no han puesto calle en Madrid (Central).
Por su parte, el otro socio del Gobierno, Torra, a pesar de que en Moncloa ya no está La Derecha fabricando independentistas, es un perturbado que llama a su sociedad a la guerra y convierte lo que antaño fue una estructura estatal europea en una barra brava, parte de la cual está armada y predispuesta a la traición. A pesar de ello, el Gobierno no ve síntomas alarmantes para la democracia más allá de Vox, de la tauromaquia y del lenguaje micromachista. En fin, que todo va bien en el mejor de los mundos posibles.
En cuanto termine de comprender que le conviene electoralmente, el logrero Sánchez interpretará el paladín constitucional que empuña un 155 flamígero con la misma convicción con que hizo todo lo contrario. Para entonces, habrá destruido algunos cimientos del Estado, la concordia entre los partidos setentayochistas y el hallazgo por parte de la socialdemocracia de valores españoles que merecía la pena defender contra el supremacismo regresivo. Creyó que lo curaría todo por imposición de manos y de su Consejo conciliador en Barcelona, pero ya no sabe ni si podrá salir sin que lo hagan prisionero.