Manuel Montero-El Correo

La lucha contra el cambio climático ha adoptado la forma de una religión y nos ha redescubierto el gusto por las actitudes proféticas que no requieran argumentaciones de aire científico

Para que luego echemos pestes de la modernidad como un espacio invadido por la racionalidad aséptica: avanzamos por el siglo XXI y aún tenemos la suerte de contar con la iluminación de gente inspirada. Mira Greta preadolescente a la humanidad, exclama ‘vade retro Satanás del cambio climático’, sugiere que acabemos con el consumo de gasolinas y gases nocivos y al punto nos sentimos reconfortados, sabiendo lo que hay que hacer. La verdad nos viene de la pasión y de la infancia.

Nuestra modernidad es retro, por tanto. O bien hay que redefinir nuestra época. ¿Tantas universidades, tantos científicos, tantos divulgadores especializados no sirven para nada? No saben o no llegan. Predica una niña y todos creemos de nuevo en el camino de la redención. Greta mira una bolsa de plástico y al punto expresa la rabia, reprendiéndonos airada porque nos estamos cepillando las oportunidades de la próxima generación. Hemos convertido a una niña en la oradora universal, que lo mismo habla ante la ONU que en el Parlamento europeo, ante el entusiasmo extasiado de sus señorías, que creíamos llegaban aprendidas pero están verdes. La novedad retrata la madurez de nuestro tiempo: si no os hacéis como niños no entraréis en el paraíso.

Esto ha cogido así un tono bíblico. La principal virtud del cambio climático tal y como se difunde es su estructura religiosa. Se sobrerrepresenta como la llegada del apocalipsis. Se entiende como el mal supremo y, sobre todo, como una culpa colectiva, de la que todos participamos por nuestro afán contaminador. Hemos de reconocer nuestros pecados, arrepentirnos, enmendarnos y pagar nuestras culpas quedándonos sin arrojar CO2.

Además, se entiende como una cuestión de fe, lo que completa el misticismo de la acepción actual del cambio climático. El propio Pedro Sánchez abomina de quienes no creen en el cambio climático, la verdad revelada como si dijéramos. Nadie nos pide creer en la ley de la gravedad, en el principio de Arquímedes ni en el teorema de los números primos, pero la base científica del cambio climático (antes, calentamiento global) requiere el llamamiento a la fe. Quien no crea o no demuestre indignación será tachado de negacionista, no puede haber nada peor. Un negacionista es por definición un carota con pintas, un conspirador, un facha. Hay gente impresentable.

Una buena religión necesita sus profetas y qué mejor que una niña con pasión arrebatada. De ahí el éxito de Greta, la demostración de que aquí la sabiduría no necesita poso científico, sino sentimiento. Por eso la niña que nos riñe ni siquiera va al colegio. De ahí se infiere que la política española va por el buen camino, la única profesión cotizada en la que se admite gente sin estudios para puestos de primer nivel. La esencia de nuestra vida pública es el milagro. Por eso Greta nos viene como anillo al dedo. Nuestra guía. Imbuida en posesión de la verdad, sin la duda.

Otra cosa es que nuestra cultura patria carezca de tradición al respecto. No tenemos niñas (ni niños) como arquetipos. A Isabel II la hicieron reina en plenitud con trece años, pero el resultado no prestigió la infancia como la edad del liderazgo. Lo de Marisol, Rocío Dúrcal y María Isabel la de ‘Antes muerta que sencilla’ no estuvo mal, pero les falta un no sé qué para columnas de la patria. Somos algo refractarios a las niñas como inspiradoras de eternidades.

En eso nos ganan los vecinos. Los portugueses, con las niñas (y niño) de Fátima. O los franceses, con Bernardette descubriendo a la Virgen de Lourdes o la misma Juana de Arco recibiendo la inspiración a los trece años. Nuestro escepticismo histórico sobre las posibilidades salvíficas de las niñas parece decaer con la irrupción en nuestras vidas de Greta, símbolo de la lucha y al mismo tiempo predicadora de los derechos de las generaciones venideras.

Por si fuera poco, tiene una hermana, llamada Beata Mona Lisa, a la que han destinado a la función de líder infantil y símbolo del feminismo. Se conoce que sus padres están atentos a las necesidades místicas de nuestros movimientos sociales. El mismo nombre que eligieron para la segunda niña confirma que para entonces ya estaban inspirados.

Desgraciadamente, no hay noticias de que tengan más descendencia. Con todo, una vez comprobada la eficacia movilizadora de las niñas concienciadas, convendría un plan para dotarnos de un plantel infantil sobre las distintas causas que nos afligen: una Neus o Meritxell catalana implorando a los españoles que dejen de oprimir a los catalanes del futuro. ¿Qué tal una Nekane o Erregiñe exigiendo que saquen sus sucias manos de Euskal Herria? También cabría reciclar a Mari Domingi, la de Olentzero, para la tarea, pero quizás pudiera considerarse un sobreuso abusivo, además de que en estos asuntos es mejor la especialización.

La lucha contra el cambio climático ha adoptado la forma de una religión y, de paso, nos ha redescubierto nuestras esencias pasionales, el gusto por las actitudes proféticas que no requieran argumentaciones de aire científico sino invocaciones vehementes cargadas de inocencia infantil. Parece inevitable que se generalice el hallazgo y pronto Greta, Beata y lo que surja pongan remedio a nuestras vidas. Una niña se encargaría de remediar nuestro vacío de poder regañando a Pedro, Pablo y demás en nombre del futuro. Podría llamarse Dolores o Angustias, nombres atávicos y representativos.