EL MUNDO 22/05/15 – NICOLÁS REDONDO TERREROS
· Felipe González y José María Aznar se empeñan en defender cada uno a su propio partido en lugar de jugar un papel institucional de defensa de los logros del régimen del 78.
Me propongo escribir sobre Felipe González y José María Aznar. Sé bien que a los incondicionales de ambos les parecerá una herejía y que tampoco les gustará a ellos compartir una comparación de sus respectivas gestiones, sus perfiles psicológicos, su manejo del poder y sus formas en el espacio público. Sin embargo, ambos representan un tiempo en el que la mayoría de los españoles creímos ser más de lo que somos, y cuando pasado ese tiempo hemos caído en una depresión que nos hace pensar que somos mucho menos de lo que somos y que nos confirman desde el exterior, creo que ellos tienen la obligación de seguir dando lo que dieron en su momento: ilusión, confianza, prestigio e influencia.
Felipe González, presidente del Gobierno desde 1982 a 1996, el mandato más largo de un presidente en la historia de nuestra democracia, fue elegido en cuatro ocasiones, tres de ellas con mayoría absoluta, representa mejor que nadie el socialismo institucionalizado y pragmático. José María Aznar, presidente durante dos legislaturas, la última con mayoría absoluta, cumplió su compromiso no presentándose a una tercera, y fue el artífice de la organización del centro derecha español alrededor de unas siglas. Hasta ahí llegan sus similitudes aparentemente, todo lo demás parece que les lleva por caminos distintos, hasta mantener un enfrentamiento, a veces soterrado, a veces visible, lleno de elocuentes silencios, desdenes y desplantes. Y hasta en el conflicto son diferentes: el primero no oculta su disgusto por todo lo que concierne a su sustituto, el segundo está convencido de que su silencio es la expresión más adecuada de su desdén para el primer presidente socialista.
De Felipe, uno de los pocos gobernantes conocido por su nombre de pila por la sociedad española, sus incondicionales siempre han recibido discursos envolventes, llenos de luces y nubes, mostrando la maestría de los toreros artistas a los que se ve con paciencia infinita a la espera de una faena inolvidable. Se ha convertido en autoridad en los asuntos más intrincados para la mayoría, en un tiempo fue la economía, posteriormente Europa, ahora ambos. Por el contrario, Aznar, conocido por su apellido hasta entre sus íntimos, establece por su carácter distancia con su entorno y tal vez no sea por soberbia, como la mayoría cree y él no desmiente, sino por una timidez extraordinaria. Habla con la fuerza del convencido, con una rotundidad exclusiva de quienes se sienten dueños de secretos ajenos a todos los que no han pagado el peaje del profeta: el aislamiento y el rechazo inicial.
El andaluz ha llamado recientemente al orden a los barones de su partido para que apoyen a Pedro Sánchez, a pesar de confesar que no le había votado en las primarias. Su voz o su presencia suele reclamarse en los foros socialistas para descubrir luz donde sólo hay sombras, seguridad donde hay desasosiego. Y por un momento, el que dura el discurso, el oyente se siente seguro y ve con claridad el futuro, el auditorio se siente reconfortado mientras no se topa con las contradicciones que la rutina, los límites o la lucha política imponen inexorablemente. Es el mejor ejemplo de la distancia inmensa que existe entre la política práctica y la teoría. El madrileño, en estos tiempos de zozobra e inquietud para su partido provocados por la gestión del Gobierno de las consecuencias de la crisis económica, también ha convocado a la legión de hijos pródigos para que «vuelvan a casa», es decir para que vayan a votar las siglas del partido que fundó. Ambos, uno con la fantasía del sur, el otro con la sequedad desnuda de Castilla, siguen teniendo una influencia determinante en sus grupos políticos, de los que se sienten más lejos que cerca. Y la ejercen, el andaluz por arriba, el castellano por abajo; el primero en los entornos del poder de la nación, el segundo sin ocultación, directamente, sin importarle nada los poderes fácticos. Uno queriendo que le quieran, el otro sin importarle más que lo que quiere.
Decíamos que nada les unía, sólo el hecho de haber sido ambos presidentes del Gobierno y casi fundadores de sus respectivas organizaciones políticas. Pero no es cierto, les une una omisión: pudieron haber sido las fortificaciones intelectuales del régimen del 78, habrían necesitado para ello la grandeza de superar sus siglas, de relativizar su valía, –sencillamente como hicieron mientras estuvieron en política activa: el primero tuvo el valor con una sociedad efervescente y que creía que todo era posible, de firmar desde la oposición los Pactos de la Moncloa; su sustituto firmó con el PSOE en la oposición el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, inicio del fin de ETA–. Nos hemos encontrado durante este tiempo a dos defensores de sus respectivas obras, convencidos de que su herencia se redondeó cuando salieron del gobierno y creyendo que hicieron mucho más que lo que en la historia merecerá reseña elogiosa, que no será poco. No hemos encontrado en ellos unos defensores apasionados de los denominadores básicos que caracterizaron la Transición Española.
Les une también un destino desagradable para la impresión que tienen de ellos mismos: ser los guardianes de sus esencias partidarias. Las del andaluz sin perfiles definidos y pragmáticas, una maquinaria institucional que sin su magia deja ver una vocación excesiva por el ejercicio del poder; las de Aznar, de una rigidez formal que oculta su voracidad por ocupar todo el arco parlamentario, que en otros países comparten varios partidos políticos. Los dos enfadados con el mundo porque uno ve que su obra ha perdido el encanto inaprensible que tuvo y que él necesita para sentir el calor del éxito, el otro porque la suya ha perdido la nitidez que todos los convencidos de su verdad necesitan –no hay seguidores de profetas que se inclinen por el análisis crítico de lo que escuchan. Necesitan creer en verdades absolutas, el sosiego de lo indiscutible, la seguridad de lo inevitable, la tranquilidad que da seguir a otro y dejarle la dura tarea de pensar–.
En fin, los dos se mueven creando un espacio vacío entre ellos y sus incondicionales, por lo general son personas que encuentran en el pasado la seguridad que les roban las incertidumbres de un mundo que ha cambiado radicalmente en los últimos quince años, seguridad que hoy por hoy no les ofrecen los sustitutos de sus oráculos.
Y creo que ambos desde posiciones diferentes se equivocan. Aznar defendiendo una nitidez ideológica que es cada vez compartida por menos, y Felipe, como si tuviera que pagar los excesos heterodoxos de sus épocas de esplendor, por no oponerse a un empequeñecimiento ideológico de los suyos, que sólo es compensando con alianzas con quienes se engrandecen a costa de ellos.
Hoy, en un mundo más abierto del que nunca pudimos imaginarnos, las chispas de los sables que se cruzan en la batalla política no son exclusivamente de naturaleza ideológica, la sociedad en estos momentos reclama cambios institucionales para sentirse más protagonista de su futuro. Y en ese duelo no vale la ideología transfigurada por la magia de las palabras, ni la rotundidad profética que da la seguridad de tener la razón. Hoy los programas deben ser abiertos y los acuerdos de principios concretos y claros, hoy la necesaria «agenda de reformas» obliga al acuerdo de los más importantes y ese consenso es posible porque por encima de la lucha de siglas, que enfervoriza a los forofos, una gran parte de la sociedad pide esos cambios en nuestro sistema político. Lo que las ideologías separan para representar la abigarrada pluralidad de nuestra sociedad, las voluntades en momentos de dificultad pueden unir.
Los dos personajes harían una vez más un gran servicio a nuestro país si en vez de cavilosos defensores de lo suyo, fueran impulsores de la «agenda de reformas» que todos necesitamos y muchos pedimos. Seguro que perderían prestigio entre los adeptos más fieles pero harían un gran favor y gozarían del reconocimiento de la mayoría de la sociedad española que ni espera la «faena de su vida» en el caso del andaluz, ni el cumplimiento de la profecía tras volver a bajar de la montaña en el caso del madrileño. ¿Será posible conseguirlo, una vez que los afanes sacerdotales que impone este año electoral dejen de ser lo único importante para las grandes iglesias políticas de nuestro país? El tiempo, único enemigo de estos dos grandes personajes de nuestra historia reciente, lo dirá.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.