CRÓNICA
LAS VERDADES DE ALFONSO GUERRA
Fue el vicepresidente más poderoso del primer socialismo que gobernó tras la dictadura. Adelantamos su nuevo libro, ‘La España en la que creo’
«Sánchez tiene muy desarrollado el instinto de poder… Según un colaborador estrecho, la coherencia es incompatible con la política. Es el nuevo PSOE»
«La actitud de Zapatero sobre Venezuela es inexplicable». Y se lamenta de quienes piden indultar a los autores del «golpe de Estado en Cataluña»
En junio de 2018 triunfaba por primera vez en la democracia española una moción de censura. La había cursado el Partido Socialista presentando como candidato a Pedro Sánchez. Fue apoyada por todos los grupos de la Cámara excepto el Partido Popular, que ostentaba el Gobierno, y Ciudadanos. El resto, Unidos Podemos, PNV, PDeCAT, ERC, Compromís y otros pequeños grupos se pusieron de acuerdo porque les unía un objetivo común, compartido por los partidos y probablemente por la mayoría de los ciudadanos, la retirada del Gobierno del presidente Mariano Rajoy.
La derecha ha calificado de ilegítima a esa moción de censura. De ahí que los sectores más extremistas hayan denominado al nuevo presidente okupa, es decir, que ha ocupado la presidencia sin título legal para hacerlo.
No es verdad, la moción de censura ha sido completamente legal y legítima, pues ha contado con el número de votos que exige la Constitución. Por lo tanto, la campaña de propaganda contra la legitimidad de la moción es parte de la radicalización de la derecha que soporta mal la pérdida del poder, pues, como se sabe, considera que el poder, por derecho natural, les corresponde.
Si hubieran sido más moderados podrían haber criticado a la moción de censura como engañosa, pues el candidato expresó con claridad en el debate de investidura que la moción tenía como objetivo la salida de la presidencia de Mariano Rajoy; llegó a decir que en el caso de que dimitiera el presidente, él retiraría la moción. Reiteró, además, que si prosperaba la moción convocaría elecciones lo más pronto posible. Aprobada la moción y ocupando ya la presidencia del Gobierno, cambió de criterio en pocas horas y anunció que pretendía agotar la legislatura.
Hubo también un segundo señuelo, se repitió que nunca llegaría a un acuerdo con populistas e independentistas. Tanto Pedro Sánchez como el secretario de organización del PSOE lo dejaron claro en público: «No pueden ser en ningún caso nuestros aliados, ni para una moción de censura. No es posible presentar una moción de censura con esos apoyos».
Se aseguró a los militantes socialistas, como al conjunto de los ciudadanos, que no se llegaría a ningún acuerdo con populistas e independentistas. Más tarde se argumentó que no era un verdadero acuerdo, que el objetivo único, compartido por todos, era echar de la Moncloa a Mariano Rajoy por razones de sanidad política. Después se ha firmado un pacto de legislatura con Unidos Podemos con ocasión de los presupuestos generales del Estado.
El error del dirigente Pedro Sánchez no fue la presentación de la moción de censura que sirvió para lograr el objetivo de la separación del poder de Mariano Rajoy; su gran error fue no dar cumplimiento a su compromiso expresado en la tribuna del Congreso, convocar de inmediato elecciones. Su error fue no comprender que los aliados con los que pudo hacer triunfar la moción no eran solventes para gobernar.
No pueden negarle a Pedro Sánchez una gran habilidad, defenestrado de la secretaría general del PSOE, recuperó el cargo mediante unas elecciones primarias y alcanzó la presidencia del Gobierno con el grupo de diputados menos numeroso del PSOE de los 40 años de democracia. ¿Cómo ha sido posible esta asombrosa transformación?
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Los nuevos: Ciudadanos y Podemos
Durante tres décadas la vida política tuvo como protagonistas a dos partidos que sumaban en torno al 85% de los diputados del Congreso. Hoy no es así, siguen siendo los partidos más votados, pero su suma sólo alcanza el 60%.
Han emergido dos nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, aunque esta última sigla no responde sólo a la de un partido, sino a una coalición de varios partidos que se presentan en la propaganda como uno solo. Ciudadanos nació en Cataluña para oponerse a la política discriminatoria del Gobierno nacionalista de la Generalidad (Generalitat). Tomaron el discurso que habían abandonado los socialistas del PSC, ahora en una zona ambigua, indeterminada entre el socialismo y el nacionalismo.
Gobernar con el escuálido sostén de 84 diputados conduce a una senda de confusión y desdoro de los principios más queridos y respetados
Ciudadanos arrebató los votos de los castellanoparlantes que antes eran fieles al partido de los socialistas y contuvo lo que pudo la ambición egoísta del nacionalismo, hasta llegar a ganar las últimas elecciones autonómicas. Al saltar a la política nacional se le ha podido ver una inclinación a llegar a algún tipo de entendimiento con los grupos económicos y financieros más poderosos, lo que le supondrá un freno en sus posibilidades electorales, pues los votantes no tendrán todos los datos pero cuentan con una fina intuición.
Podemos tiene un origen más complejo; en parte son abanderados del movimiento de los indignados, en parte son herederos de los viejos comunistas (de ahí su hostilidad al PSOE, que viene de 1921, cuando el socialismo se negó a seguir las directrices de la Unión Soviética). Aparecen como los enemigos de la casta, así denominaban ellos -ya no usan el término- a los que pertenecían a la élite que disfrutaba de todos los privilegios, siempre según ellos. Es lo que explica las soflamas de su líder contra los propietarios de casa con jardín. Hasta que han accedido a ese tipo de disfrute. Su actuación muestra que no querían acabar con la casta, deseaban una inversión de casta, un cambio de su posición.
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Estos dos partidos, por ser nuevos, al no haber tenido ninguna responsabilidad de gestión, abrieron una amplia expectativa electoral, puesto que no había motivo para pensar que hubiesen utilizado sus cargos para el beneficio personal. En el caso de Podemos esta simpatía no duró mucho; dirigentes que no declaran a Hacienda sus ingresos, subvenciones públicas para trabajos que no se realizan y sospechas, con fuertes indicios, de financiación de un régimen autocrático, una dictadura continuamente avalada por los dirigentes de Podemos. Sobre esta cuestión hay que señalar la inexplicable actitud del expresidente Rodríguez Zapatero; lo más difícil de entender es que no se levanten voces en el PSOE expresando la indignación que produce que se intente legitimar un régimen que, en nombre del pueblo, ha dejado al pueblo sin alimentos, sin medicinas y sin libertad.
Que individuos que han construido su proyecto político con los fondos que le llegan desde una dictadura la apoyen, se puede entender, nunca justificar, pero que un partido como el socialista, con siglo y medio luchando por la libertad y la igualdad, calle ante la legitimación de un sistema corrupto y antidemocrático, se hace difícil de asimilar.
Sostener que la huida de Venezuela de miles de personas porque no pueden soportar el régimen autocrático se debe al imperialismo norteamericano que les ahoga es ridículo e inmoral.
El vuelco político sufrido en el sistema de partidos, el paso del bipartidismo, que fue agotándose por la actitud y la práctica de los partidos que lo componían y por el acoso sistemático de los medios de comunicación y de los otros partidos, ha sido substituido por un escenario de cuatro partidos que no suman para construir un Gobierno sólido. A pesar de los males del combatido bipartidismo, ¿puede alguien sostener que el Parlamento de hoy es mejor que el del bipartidismo?
La ausencia de un proyecto político, que no sea la ruptura de la unidad territorial y el derribo de la monarquía a la búsqueda de la desestabilización del sistema, la falta de una visión de grandes acuerdos sobre los temas fundamentales, la carencia de unas mínimas reglas de educación y decoro político, hacen del Parlamento actual una especie de gallinero donde pugnan por destacar demasiados gallos de pelea.
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Hay dos normas fundamentales que delatan la calidad democrática de una sociedad. La primera es el respeto a las reglas de juego de la política, es decir, la Constitución. (…) La segunda regla imprescindible de la democracia es la aceptación por los partidos políticos de la legitimidad de los partidos rivales. ¿Se respeta esta norma en la España de 2018? No de una manera convincente.
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Hace pocas fechas, el presidente del Gobierno anunció, no en el Parlamento, en un acto de propaganda política, una reforma de la Constitución. Toda persona sensata pensaría que un cambio tan trascendente que afecta a las reglas del juego habría sido previamente consultado con el resto de los partidos políticos, dado que necesita de sus apoyos por la alta exigencia de mayorías que impone la Constitución. No se consideró necesaria esa consulta, a pesar de que el partido del Gobierno sólo cuenta con 84 diputados, y la reforma propuesta exige 210.
En concreto, la propuesta de reforma constitucional pretende la eliminación de parte de las causas que llevan al aforamiento (juicio en un órgano judicial superior, en este caso el Tribunal Supremo) de diputados, senadores y miembros del Gobierno; o sea, poco más de 600 personas de un total de 250.000 aforados.
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Pocas horas después del anuncio del presidente, los partidos políticos han descargado el carro de modificaciones que exigen para apoyar la propuesta del Gobierno. A la vista de que la mayoría va en la dirección de debilitar las instituciones del Estado, se puede pensar que quizá los nuevos no saben lo que costó al pueblo español, las lágrimas, la sangre y los sacrificios de la libertad que pagaron los españoles para alcanzar una situación democrática como la que vivimos.
El elemento común de las propuestas de los partidos es la creación de inestabilidad del sistema, centrado en dos asuntos: derribar la monarquía y desconectar algunas comunidades autónomas de España. Es el deporte de moda, jugar con fuego, bajo la premisa de que todo es gratis, de que no hay que pagar por los incumplimientos de la Constitución o las leyes. O eso pretenden. Empiezan a hacer cola los solicitantes de indulto para los nacionalistas que dieron un golpe de Estado en Cataluña. Y aún no han sido ni siquiera juzgados.
La crisis política que vive España alcanza una dimensión existencial. No es un lenguaje hiperbólico; una parte de España se declara independiente, en otra se propone que España se constituya como una Unión Europea, y en otras están con el cuchillo afilado por si alguna tajada se desprende en el combate.
Aquellos que se muestran comprensivos con los que proclaman la independencia de Cataluña deberían ser conscientes de que en la hipótesis de que ello fuera un día una realidad jurídica, el nacionalismo de Euskadi aceleraría su ambición separatista, y si esta se produjese, Baleares levantaría el grito de independencia, que más bien pronto seguirían Valencia, Galicia, Canarias…
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El ascenso de Sánchez: Díaz, el ‘no es no’ y el caos
El caos político que se vive en España se desencadenó cuando en las elecciones de 2015 los españoles votaron de tal manera que se compuso un Parlamento disperso, ningún partido contaba con una mayoría suficiente para formar Gobierno, y no resultaba fácil que los partidos alcanzaran acuerdos que facilitasen la formación de un Ejecutivo sólido.
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Aquel debate en el que Sánchez tachó de «indecente» a Rajoy ofreció algún dato más: la decidida ambición de Pedro Sánchez de alcanzar un día la presidencia del Gobierno. Aquel insulto no tenía como oyentes, para Sánchez, a los espectadores de la televisión, al conjunto de los españoles, no, aquel recurso que superaba todas las líneas rojas de un debate iba dirigido a congraciarse con los militantes del partido que le habían elegido por persona interpuesta, Susana Díaz, pero que ya estaba siendo puesto en crisis por los dirigentes regionales del partido.
La elección de Pedro Sánchez para el liderazgo del PSOE tuvo un curioso itinerario. Cuando Alfredo Pérez Rubalcaba dimitió tras los débiles resultados del PSOE en las elecciones europeas de 2014, en el partido se consideraba natural una salida a través de dos líderes regionales: Javier Fernández, de Asturias, y Susana Díaz, de Andalucía. Autodescartado el dirigente asturiano, todas las miradas se tornaban hacia la dirigente andaluza. Pero en los momentos previos a la nominación del candidato, el dirigente vasco Eduardo Madina propuso que fuese elegido con los votos individuales de todos los militantes de la organización. Una propuesta de este tipo siempre tiene una acogida favorable, lo que desarmó la candidatura de Susana Díaz, que no podía «arriesgar» una campaña interna por todo el país que supondría una ayuda inestimable para sus adversarios políticos en Andalucía, dispuestos a denunciar el abandono de sus responsabilidades en la Junta andaluza.
Observar cómo un antisistema, el jefe de Podemos, saltaba de despachos a celdas de prisión «negociando» los presupuestos de un Gobierno socialista habrá sido vivido como un ultraje para muchos socialistas
Así fue cómo los partidarios de Susana Díaz decidieron apoyar a un desconocido Pedro Sánchez frente a Madina. Llegaron a desviar sus propios avales hacia otro desconocido, Pérez Tapias, por la presunción de que dividiría el voto de Madina.
Sánchez fue elegido con el apoyo de Susana Díaz, pero como su meta no era sólo la secretaría del PSOE sino la presidencia del Gobierno, pronto emitiría señales, primero de distanciamiento, después de enfrentamiento, con la dirigente andaluza, que había sido su mentora y sin la que jamás hubiese alcanzado la Secretaría General.
Un año después, Sánchez será el candidato en las elecciones de 2015. El PSOE obtiene un pésimo resultado, 90 diputados, pero la vagancia de Mariano Rajoy le regala una ocasión de tapar su fracaso. Tras las consultas del rey con los partidos políticos, Rajoy anunció que no sería candidato a la investidura, a pesar de ser su formación política la más votada y con más escaños, 33 escaños más que el segundo partido, el PSOE.
La renuncia de Rajoy le valió a Sánchez para organizar un acuerdo con Ciudadanos con objeto de presentar su candidatura a la investidura. Él conocía que la fórmula no tendría posibilidad de éxito, pues Podemos había hecho público que no la apoyaría, pero era perfectamente consciente de que una investidura, aun fallida, le colocaba en la rampa de salida de los presidenciables.
Agotado el plazo que establece la Constitución sin que el Congreso fuese capaz de elegir a un presidente, se convocaron nuevas elecciones. El resultado confirmó el Parlamento fragmentado, aunque el Partido Popular aumentó el número de diputados (pasó de 123 a 137) y el PSOE volvió a bajar (de 90 a 85, en verdad 84 pues en sus listas figuraba un representante de Nueva Canarias).
El panorama político del país aparecía lleno de incertidumbres. La formación de Gobierno no era fácil; Rajoy, de nuevo ganador, ahora con 53 diputados más que el segundo partido (PSOE) no podía superar la votación de investidura si no contaba con la abstención del PSOE. Si esta no se producía habría que ir de nuevo a elecciones, con un resultado probable de hundimiento del PSOE. Fue entonces cuando Pedro Sánchez anunció que no habría abstención del PSOE ni nueva repetición de elecciones. Era un imposible, pero jugó la baza pensando una vez más en el apoyo interno del partido. El resultado electoral hubiese significado la dimisión del secretario general del PSOE, pero Pedro Sánchez tenía otros objetivos.
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Sánchez era consciente de que una repetición de elecciones daría un aún peor resultado al PSOE y que por lo tanto los socialistas habrían de pasar el mal trago de abstenerse en la investidura de Rajoy. Tenía, sin embargo, dudas sobre si debería explicar la abstención como un acto de responsabilidad para no empantanar la situación política y social por la prolongada ausencia de Gobierno, por la incertidumbre que se dirimiría en unas terceras elecciones, con la paralización del Gobierno.
Contemplaba otra explicación complementaria, haber decidido la abstención por la estabilidad de las instituciones y porque previamente habría alcanzado un acuerdo en el que lograr que el Gobierno se comprometiera a una serie de medidas sociales que favorecieran a los ciudadanos.
Esta era la duda, no la de si debía abstenerse o no, esta decisión la tenía ya clara; sólo meditaba si era más limpio abstenerse por respeto al funcionamiento de las instituciones o era más conveniente obtener algunos beneficios que mostrar ante los electores. En esa estábamos cuando hizo pública la posición contraria a la investidura con el nuevo eslogan: no es no. Al comprobar el cambio quise conocer qué había ocurrido para dar un giro tan patente a su posición. La respuesta fue ambigua y misteriosa: «Es que hemos evolucionado».
Lo cierto es que la nueva posición del secretario general era, una vez más, un instrumento para ganar apoyos en el interior del PSOE. Se trataba de amilanar a los secretarios generales de las diversas regiones, molestos con la posición de Sánchez, al que ya situaban en disposición de pactar con independentistas y populistas. Los dirigentes regionales cometieron graves errores, lo que le facilitó a Sánchez ganar las elecciones primarias internas. Resalta entre los errores la falta de valentía para defender ante la sociedad, o al menos ante los militantes, que la posición correcta era la que había tomado la comisión gestora que presidía Javier Fernández, y que arrostró en solitario la defensa de la posición coherente para un partido de Gobierno.
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Para su mayor fortuna, la sentencia que condenaba por delitos de corrupción al Partido Popular y la reacción de Rajoy, entre la ofuscación y la resignación, precipitaron la campaña espontánea e inducida que apuntaba a la salida de Rajoy.
Sánchez, que tiene muy desarrollado el instinto de poder, comprendió que era su ocasión, y preparó el resultado de una moción de censura atrayéndose a los grupos independentistas y a los populistas de Podemos, a pesar de que reiteradamente había confesado que jamás presentaría una moción con esos apoyos.
¿Cómo puede explicarse ese cambio de criterio en decisiones de tanta trascendencia? Lo ha manifestado con claridad un colaborador estrecho del presidente del Gobierno: «La coherencia es incompatible con la política». Parece el lema de un mercenario dispuesto a defender lo uno y su contrario, a impulsar a un partido o a otro; lo que importa, parece decir, es la eficacia, pero no es trascendente la dirección a la que se oriente la acción política; lo que importa es el éxito, no es pertinente tomar en cuenta las consecuencias, saber a quién beneficia, a quién perjudica. Es la nueva política, el nuevo PSOE.
Los últimos movimientos políticos han azorado, desconcertado, abochornado a muchos socialistas. Observar cómo un antisistema, el jefe de Podemos, saltaba de despachos a celdas de prisión, y de celdas a despachos, «negociando» los presupuestos de un Gobierno socialista habrá sido vivido como un ultraje para muchos socialistas que, callados, prudentes, no levantan la voz pero son plenamente conscientes de que gobernar con el escuálido sostén de 84 diputados conduce a una senda de confusión y desdoro de los principios más queridos y respetados.
Es fácil comprender que cuando un Gobierno tiene voluntad de permanencia, ha de esforzarse en la aprobación de los presupuestos generales . (…) Pero, en todo caso, no puede sacrificar las bases del Estado de derecho, pues supondría un mal mayor. ¿De qué serviría obtener la aprobación de los presupuestos si para ello hubiera de arrasar con los principios de la democracia? Este es el peligro al que se enfrenta la sociedad española. Como se necesita el voto de pequeños partidos que exigen cambios que tendrían como consecuencia la destrucción del Estado de derecho, el Ejecutivo haría bien en reflexionar si compensaría a la sociedad española ceder a las exigencias de independentistas y populistas, sabiendo que ponen en grave riesgo el sistema constitucional.
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Nacionalistas, populistas y la monarquía
La campaña contra el rey que han emprendido los nacionalistas y los populistas no está motivada por una cuestión de principios, es una estrategia para modificar la arquitectura constitucional vigente. El nacionalismo pretende la ruptura de la nación y los populistas apuestan por un modelo de democracia no representativa, una democracia plebiscitaria, asamblearia, que por su vulnerabilidad a la manipulación, pronto deja de ser democrática. Atacan al rey porque consideran que el derribo de la monarquía les aseguraría un proceso constituyente en el que intentarían sus objetivos separatistas y antidemocráticos. Por ello es básico entender que no atacan al rey, atacan a la Constitución, atacan a la democracia, atacan a la libertad.
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El PSOE, que afortunadamente no hace proclamación de la secesión ni del acoso al rey, resiste mal la tentación de favorecer indirectamente a una u otra causa.
Es fácil comprobar cómo los máximos dirigentes socialistas han coincidido en el tiempo y en el fondo en sus declaraciones, negando que en la revuelta, golpe de Estado o como se quiera llamar lo que se produjo en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña, se den las circunstancias para ser calificada como «rebelión», dando así la razón a los jueces de Schleswig-Holstein y abandonando a su suerte a los jueces del Tribunal Supremo, especialmente al juez Llarena. Hay ejemplos claros de pronunciamientos que favorecen a los encausados. De pronto, todos los políticos se han convertido en expertos penalistas o jueces que enmiendan la plana al Tribunal Supremo. Así, el expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero pone en duda que se pueda acusar a los líderes independentistas de rebelión por los hechos del 1 de octubre: «La verdad es que cuando se escucha el término rebelión, parece que suena a algo muy fuerte. Que no sólo son palabras y votaciones, sino acciones concretas y directas. El derecho permite muchas interpretaciones».
Torra me escribió: «Jamás vuelva a dirigirse a mí con la palabra ‘nazi’, el peor insulto que puede recibir un demócrata catalán». Escribe para negar que tenga nada que ver con las ideas de los nazis y acaba confirmándolo en el mismo acto
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A todos los que ahora intentan rebajar la responsabilidad de los golpistas, «no hay rebelión, tampoco sedición», cabe preguntarles: ¿cuál fue entonces el delito cometido por los que declararon la independencia de Cataluña? Olvidan que por un hecho similar, durante la Segunda República, fueron condenados Companys y los miembros del Gobierno de la Generalidad (Generalitat) a 30 años de prisión.
Se trata de contentar a los dirigentes nacionalistas, al errático, trastornado Puigdemont, a su mayordomo Torra, a Oriol Junqueras, que celebra cada lunes la reunión de la comisión ejecutiva de ERC en las instalaciones de la cárcel, para lograr el voto que garantice la aprobación de los presupuestos generales del Estado.
De paso diré que el susodicho mayordomo, señor Torra, se enfadó porque en una emisora de radio opiné que hablaba como un nazi (definición de los españoles como «bestias con forma humana, que destilan odio. Carroñeros, víboras, hienas»). Ya le habían llamado muchas personas supremacista, xenófobo y no sé cuántas cosas más. Pero cuando yo dije que hablaba como un nazi se enfadó, presentó una querella contra mí, que lógicamente ha sido desestimada por la juez, y me mandó una tarjeta con unas frases que vienen, no a negar su condición de nazi, sino a ratificarla.
Dice en la tarjeta: «Jamás vuelva a dirigirse a mí con la palabra ‘nazi’, el peor insulto que puede recibir un demócrata catalán». Por lo visto, para este señor alguien que sea de Guadalajara, Vigo o Cádiz no puede interpretar el término nazi como un insulto. Escribe para negar que tenga nada que ver con las ideas de los nazis y acaba confirmándolo en el mismo acto.
El 23-F del rey Felipe VI
En cuanto a la estabilidad de la monarquía parlamentaria, el PSOE se pronuncia con la máxima corrección, aunque a veces le cuesta resistir la tentación del seguidismo de los termitas de Unidos Podemos. Tal ocurrió con motivo de la abdicación del rey Juan Carlos I. Fue Izquierda Unida la que anunció la más absurda posición política: tan descontentos estaban con el rey que se negaban a que abandonase el puesto, apostaban por mantenerlo en la jefatura del Estado, negaban el voto a la abdicación.
El grupo socialista se contagió de la imbecilidad de la propuesta, o del proponente, y en un tris estuvo de seguir la estúpida senda que marcaba el heredero comunista.
Precisamente, cuando la democracia estuvo en peligro con el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el rey asumió la defensa de la Constitución y la garantía de la libertad.
Pasados unos años fueron muchos los que consideraron que la participación del rey en una cacería en Botsuana -en la que no llegó a cazar, a pesar de las fotos publicadas; se cayó y se rompió la cadera- era un asunto suficientemente grave como para enviar al basurero de la historia al monarca que superó un momento gravísimo de la democracia.
En su campaña los nacionalistas y los populistas atacan al rey porque consideran que el derribo de la monarquía les aseguraría un proceso constituyente en el que intentarían sus objetivos separatistas y antidemocráticos. No atacan al rey, atacan a la libertad
No mucho después de este incidente, el rey abdicó. El encono contra él dio lugar a uno de los episodios más grotescos que se han vivido en el Parlamento. Una organización política, IU, que era tan crítica de la actividad del rey, anunció que votaría… contra la abdicación, es decir, que quería mantenerle en el trono. Una actitud infantil -no ser menos que IU- provocó el contagio de la sinrazón en el grupo parlamentario socialista, que quiso sumarse al despropósito de, para negar al rey, no aceptar su marcha. Me sentí obligado a atender la petición de la dirección del grupo para que expusiera mi posición. Lo hice con argumentos que convencieron a los diputados socialistas.
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Sucede que en alguna encrucijada histórica corresponde a un rey sin poderes asumir la responsabilidad de la defensa de la democracia por circunstancias excepcionales. Tal fue el caso de la extraordinaria participación del rey durante el golpe militar del 23 de febrero de 1981.
Pasado el tiempo, en conversación mantenida con el entonces príncipe de Asturias, hoy Felipe VI, comentando cómo la actuación del rey había generado, si no monárquicos, sí juancarlistas, el príncipe afirmó que no querría él que el pueblo español tuviese que atravesar otro 23 de febrero para hacer crecer la simpatía popular hacia el monarca cuando él tuviera la responsabilidad de reinar. Qué lejos estábamos de pensar que lamentablemente no pasaría mucho tiempo para que de nuevo se pusiera a prueba al pueblo español y a su rey, con una intentona, esta vez a cargo del nacionalismo catalán. El rey tuvo su 23 de febrero y supo estar a la altura que le exigía la democracia con un impecable discurso en televisión el día 3 de octubre de 2017, que le ganó el odio de los más fanáticos nacionalistas y el reconocimiento de la inmensa mayoría del pueblo español, incluida la mayoría de los catalanes.
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La Transición y la amistad con Suárez
Una situación bien diferente al escenario político de hoy. Durante la Transición, los dirigentes políticos y sociales trabajaron para lograr un acuerdo que garantizase lo que la presión popular exigía, un acuerdo que consolidara la vida en libertad. El protagonismo estuvo en el pueblo por su presión social permanente, pero también en personas concretas como Adolfo Suárez, Felipe González, Fernando Abril Martorell, Miguel Roca, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón y, de forma intensamente simbólica, el rey Juan Carlos.
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Se han oído muchas historias de animadversión entre Adolfo Suárez y quien esto escribe. No hagan caso. No cuentan la verdad. He tenido la fortuna de mantener una intensa relación personal con Adolfo, durante su mandato y especialmente después de su salida del poder, lo que ha meritado el privilegio de poder visitarlo aun en la enfermedad, lo que agradezco personalmente a su hijo.
Hay un momento que recuerdo con fuerza emocional: sus palabras que tengo anotadas desde la noche en que las pronunció. Habían transcurrido 11 meses desde que recibiera una llamada de Adolfo, en enero de 1981, anunciándome que iba a dimitir de la presidencia del Gobierno.
Estábamos, pues, en diciembre de 1981, en una grata conversación de sobremesa, cuando le dije: «Adolfo, el día que me anunciaste la dimisión estuviste hermético; hoy, pasado casi un año, ¿podrías decirme cuál fue el impulso que te llevó a aquella decisión?».
Se estiró en el asiento, quedó unos segundos pensativo, y con voz profunda pero suave dijo: «Al final estaba solo: el partido dividido, un Gobierno inoperante, los poderes fácticos en contra y los canales de diálogo con la oposición cortados. No había otra decisión».
Estaba contemplando la soledad del corredor de fondo, desclasado del grupo y conductor del mismo, venerado y abandonado, líder y nada. Fue el momento en que comprendí que la amistad no es otra cosa que una negociación siempre inconclusa de dos soledades. Le sentí más amigo que nunca.
Asomó una sonrisa en sus labios y dijo: «En lo personal, tengo totalmente superada la erótica del poder, estoy dispuesto a aportar todo lo poco o mucho que de activo político me quede para hacer posible vuestra gobernación del país, como vosotros me habéis ayudado a mí». Mi reflexión fue: «No ha dejado ni un día de pensar en España».
Como dijo el poeta Hölderlin: «Algunos hombres se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas». Así fue Adolfo Suárez.
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Si pudiera participar de nuevo en el proceso de Transición política que vivió España, cambiaría muchas de las decisiones de entonces, pero si se repitieran las mismas circunstancias creo que haríamos algo muy parecido. Los españoles de mañana sabrán valorar mejor que nosotros lo que supuso la renuncia de parte de las ideas muy queridas en beneficio de la gran mayoría del pueblo español. Una gesta de la que sentirse orgullosos.
[Extracto de La España en la que creo, de Alfonso Guerra (editorial La Esfera de los Libros), a la venta este miércoles.