Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

Los agricultores son, en general, personas pacientes y sufridas, abnegadas y correosas, pero cuando se enfadan, se enfadan. Y como tienen capacidad de movilización y se movilizan en tractores y camiones su capacidad de colapsar carreteras, bloquear accesos y perturbar los desplazamientos de personas y de mercancías es enorme. Por eso abren los informativos y cierran las ediciones de los periódicos.

Ahora asistimos a una marea que nacida en Francia se expande por toda Europa. Ayer llegó a Bruselas para hacerse oír en la sede de las instituciones europeas. Se les oyó, sin duda. Otra cosa es que reciban satisfacción a sus demandas y solución a sus problemas. No es sencillo. En la UE hay mucho dinero para regar el campo, pero pocas ideas para arreglar el conflicto y organizar el mercado. Hasta ahora, y desde su mismo inicio, se han enterrado en el campo ingentes cantidades de dinero. Para sostener precios, para defenderse de la competencia exterior, para arrancar vides y olivos, para frenar producciones, para almacenar productos, para ayudar al Tercer Mundo, para mejorar cultivos y para capacitar a los agricultores. Si en lugar del campo hablamos del mar la situación es similar, aunque afecte a un colectivo más reducido

Además, la cuestión produce inevitablemente confrontaciones internas con choques de intereses contrapuestos. ¿A quién defendemos? ¿A la gente del campo para que obtengan precios elevados de sus productos y logren así rentas mejores, parecidas a las obtenidas en la industria, o a los consumidores de la ciudad para que puedan llenar la cesta de la compra con precios reducidos? ¿Ayudamos a los productores de piensos o a los ganaderos intensivos? ¿Nos ponemos exquisitos con las normas medioambientales o laxos con sus actividades perjudiciales? ¿Apoyamos más a la agricultura del sur, a sus frutas y verduras, o destinamos dinero a los cereales del norte? ¿Nos esforzamos en racionalizar producciones para no tener que subvencionar los mares de vino o los océanos de aceite (¡qué tiempos aquellos!) o insistimos en la formación de los jóvenes para producir más y mejor?

Al final todo este lío de hoy se arreglará con más dinero regado. Ningún gobierno aguanta mucho tiempo la presión de un país colapsado y el ruido de una agricultura airada. ¿He dicho arreglar? Ni lo sueñe, confórmese con despejar las carreteras… hasta la próxima revuelta. Mientras, fíese del ministro Planas, que en un alarde de sabiduría e imaginación dijo el otro día algo tan profundo como esto: «Si hay que hablar, hablemos». O confíe en que los consumidores franceses, que son listos, no hagan caso a la exministra Segoléne Royal, que es tonta.

Me dirá que una buena parte de estos problemas son comunes con la industria. Pero no es así. La industria es más flexible, sus productos no son perecederos, atrae capital físico y humano con mayor facilidad, su producción ocupa menos espacio físico, la planificación del trabajo es más sencilla y los intercambios están más organizados y, por último, no depende del clima y sus veleidades.