Juan Carlos Girauta-ABC
- Si España genera más riqueza, si aumenta su productividad, alcanzará su puesto en la sociedad del ocio. Quizá en el futuro trabaje un cuarto de lo que llamamos población activa, y lo haga menos horas. Quizá podamos un día entregarnos a la sociedad del ocio. Pero creerse que eso se impone por ley es un despropósito
Con su ideíca de la semana laboral de treinta y dos horas, la porción neomarxista del gobierno le ha dado un susto de muerte a sus compañeros de la PSOE y allegados, categoría de moda. Entre lo inesperado de la humorada, la confusión del momento y el estrés de los Presupuestos, no han interpretado bien a don Pablo Iglesias ni a doña Yolanda Díaz, se han creído que ellos van a tener que trabajar treinta y dos horas y casi les da un síncope.
Alguno de los durmientes, como don Manuel Castells, han despertado solo para salir corriendo despavoridos ante la idea de ver multiplicadas por ocho las horas de curro que les vienen saliendo por semana. En mitad de la escapada, Monsieur Castells ha logrado recomponerse y moderar el paso al considerar, con buen criterio, que moviéndose así solo podría recordarnos su existencia, ahora que todo el mundo lo había olvidado.
Se cuenta que un buen hombre estuvo un año de ministro de Franco sin que nadie se diera cuenta de que no le tocaba. El motorista del Pardo se había confundido y había llevado la carta de rigor a un homónimo del premiado. La anécdota se usaba en tiempos para avalar la improbable hipótesis de que el miembro de un gobierno de la dictadura tenía tan poco que hacer que ni siquiera necesitaba hablar. (De haber dicho algo, sus compañeros se habrían percatado de la confusión.) Supongo que se referirían a los ministros de los cincuenta, porque los tecnócratas del López Dei, o Fraga, trabajaron bastante, y con provecho para la economía.
Como fuere, no es posible laburar menos que el señor Castells, y eso tiene un indudable mérito en el reino del escaqueo. Así que ahí van mis más sinceras felicitaciones, don Manuel. Congratulación que no es óbice para un recordatorio: tendrá que perdonarme, pero me sigue usted debiendo los sesenta euros que pagué por su presunta obra en tres volúmenes sobre la sociedad de la información. Algo resta de catalán en mi persona: exijo mi dinero. Con estas cosas no se juega. Descansen.
La semana laboral de cuatro días que el Ministerio de Trabajo «está explorando», y con la que don Pablo Iglesias asusta, un poco por diversión, a la patronal, arranca de reflexiones bastante viejas sobre la sociedad del ocio. Los más avispados lo vieron venir, y en los ochenta ya corrían libros sobre el asunto. Uno recuerda el del añorado Luis Racionero, que se nos ha ido este año terrible. En Del paro al ocio, el polímata nos reservaba a los mediterráneos el protagonismo jocoso y ocioso en un tránsito tecnológico que, casi cuarenta años después, ha adoptado al fin perfiles nítidos. Y eso lo sabe cualquiera. Hasta Sánchez, por poner un ejemplo al vuelo. Son los perfiles del big data combinados con la Inteligencia Artificial, de la robotización de todos los procesos fabriles, la logística y gran parte de los servicios. La vertiginosa velocidad de procesamiento. El internet de las cosas. Los módulos de impresión 3D para la construcción y para todo. Las operaciones quirúrgicas a distancia. Etcétera.
Esos perfiles encajan cómodamente en formas genéricas previstas antes de la existencia de internet, y muy poco después de la aparición del primer ordenador personal. Lo decisivo, y lo que nos permite razonablemente esperar una vida con pocas horas de trabajo y muchas de ocio, es que la tecnología siempre ha liberado de servidumbres. Ya les oigo: ¡Y ha creado otras! Bueno, ahora mismo a uno le preocupa especialmente el modo en que se pueda combinar el impacto sociocultural del gran cambio tecnológico con la preservación del Estado democrático de Derecho. Fíjense en el retroceso democrático que están trayendo las grandes plataformas, en el daño que Facebook et altri están haciendo al sistema de libertades. Y a los jóvenes. Pero estábamos con la ideíca del trozo podemita del gobierno.
Hay aquí un malentender la realidad, pero eso es lo propio de quien sigue siendo comunista en pleno siglo XXI, bizqueando adrede para poner en un punto ciego cien millones largos de muertos. Demasiado cadáver amontonado; tienen que hacer virguerías con la percepción y la memoria.
El problema podría resumirse en la incapacidad congénita de los sedicentes progresistas para entender el progreso, su dinámica y su complejidad. Los seguidores de doctrinas cerradas y omnicomprensivas tienen, por definición, problemas con el pensamiento dinámico y más problemas aún para intuir las consecuencias de lo complejo. Así que no es raro lo suyo. El único progreso que de verdad existe es el tecnológico. No hay otra clase, y las pruebas son tan numerosas que resulta extraña la demora en desnudar la farsa. Pero bastará esta: Auschwitz. Uno: no hay más progreso que el tecnológico. Dos: la libertad y la dignidad del hombre fluctúa a lo largo de la historia sin que existan motor ni dirección de ningún tipo. Tres: es perfectamente posible que un cénit tecnológico conviva con un nadir humano. Auschwitz.
Así pues, no demos nada por supuesto. Desconfiemos de las doctrinas que no recogen la complejidad. Como la de don Pablo Iglesias. Huyamos de esas teorías sonrientes y siniestras como el payaso malo, las que justifican los más monstruosos crímenes amparados por el bello deseo de una nueva (y fantasmagórica) Humanidad. Como la de don Pablo Iglesias.
Si España genera más riqueza, si aumenta su productividad, alcanzará su puesto en la sociedad del ocio. Quizá en el futuro trabaje un cuarto de lo que llamamos población activa, y lo haga menos horas. Quizá podamos un día entregarnos a la sociedad del ocio. Pero creerse que eso se impone por ley es un despropósito o una imperdonable ingenuidad.