CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • La banalización del fascismo recorre Europa. A juzgar por lo que dicen unos y otros, el Viejo Continente es hoy un nido de fascistas. En realidad, estamos ante un inmenso fraude
No es el único caso, pero no deja de sorprender que cuanto más se acusa a Vox de ser un partido fascista, más crece en las urnas. Algo parecido ha sucedido en Francia con los Le Pen, que inicialmente crecieron al calor de la estrategia de Mitterrand para frenar a la derecha, pero que hoy, elección tras elección, se han ido comiendo a los conservadores tradicionales.

No hay razones para pensar que detrás de esta paradoja se esconda la existencia de un caldo de cultivo similar al que hizo posible que en los años 20 el fascismo de Mussolini no solo prendiera en Italia sino también en muchos países europeos. Incluso en naciones con una profunda raíz liberal como Inglaterra, de la mano de Oswald Mosley, un siniestro personaje que creó la Unión Británica de Fascistas y que pasó del partido conservador al fascismo declarado.

La causa de esta aparente contradicción tiene que ver, lógicamente, con que el término fascista se ha devaluado tanto —lo cual es una tragedia en términos históricos porque se banalizan los totalitarismos— que hoy la palabra carece de significado real en el sentido que le dio Wittgenstein a la lógica de las palabras, que no son conocimiento sino que son únicamente el lenguaje formal ajeno a la experiencia y, por lo tanto, a la ciencia.

El término fascista se ha devaluado tanto –lo cual es una tragedia porque se banalizan los totalitarismos– que hoy carece de significado real

La filosofía del lenguaje, sin embargo, enseña que las palabras, aunque estén vacías de contenido, tienen trascendencia, y por eso en el plano político el término fascista tiene su importancia. El vicepresidente Iglesias, de hecho, ha construido parte de su discurso alrededor del término fascista, lo que por una evidente contradicción le convertiría en un antifascista.

Acomplejados reaccionarios

El 29 de abril de 2020 dijo a los diputados de Vox en el Congreso: «Ustedes ni siquiera son fascistas, son parásitos». El 16 de septiembre de ese mismo año exclamó en la misma tribuna: «Cuando les llamamos fascistas, nos equivocamos, porque ustedes son una cosa mucho más cutre, son la derecha de toda la vida que pretende tapar sus complejos con símbolos militares y las mascarillas». También en 2020 dijo a una diputada: «Intentar sacar rédito político de que niñas hayan sido violadas es, señoría, repugnante, incluso para un fascista». Por último, en octubre del año pasado, afirmó: «A ustedes les gustaría ser terribles fascistas, pero no pasan de acomplejados reaccionarios».

Dos años antes, también el entonces líder de Ciudadanos recibió el mismo calificativo político. «El discurso que ha hecho usted aquí es más propio de un fascista que de un demócrata”, le dijo el 31 de mayo a Rivera. También en mayo de 2017 los diputados de ERC pudieron escuchar a Iglesias los mismos argumentos políticos: «Quizá sin quererlo, o quizá buscándolo, habéis contribuido a despertar el fantasma que es la mayor amenaza para la democracia, que es el fantasma del fascismo». Incluso más recientemente, la candidata de la marca de Iglesias en Cataluña, Jèssica Albiach, fue recibida en las urnas al grito de ‘fascista’ por parte de una votante de JxCAT, cuyo tuit fue posteriormente reenviado por un dirigente independentista.

Según Iglesias, no es un problema solo español. En 2016, tras el auge de la extrema derecha en Italia, dijo: «Hay que llamar a las cosas por su nombre, lo que ha vuelto a Italia es el fascismo (…) y hay que dejar muy claro que al fascismo hay que combatirlo con toda la intensidad necesaria». No está muy claro qué pensará Draghi de ello.

El abuso del término fascismo busca la polarización política, aunque sea jugando con fuego, creando un marco político de alto riesgo

Es evidente que el fascismo es una cosa muy seria y verdaderamente repugnante, y de ser ciertas las advertencias de Iglesias es muy probable que este país esté asistiendo en silencio a un auge del fascismo que acabará con las libertades si el partido de Abascal sigue creciendo. Como hoy por hoy no parece probable este escenario, habrá que echar mano de la definición canónica que hizo Umberto Eco del fascismo, quien identificó hasta 14 características que lo hacían único, aunque adaptable por países. La primera de ellas, el culto a la tradición y el rechazo a toda modernidad, además de la existencia de un líder carismático, el corporativismo económico, la voluntad imperial de conquistar nuevas tierras, un nacionalismo exacerbado o el rechazo a la democracia parlamentaria, que como dijo el fascista español Vázquez de Mella –este sí que lo era– no era más que una «tertulia de políticos».

Ultraliberales y totalitarios

Como parece obvio que hoy nadie defiende esos planteamientos –Vox, de hecho, se parecía en sus inicios más a un partido ultraliberal que totalitario, aunque en los últimos años está virando hacia el mayor peso del Estado para captar el voto obrero–, habrá que pensar que en realidad la palabra fascista no es más que un marco conceptual. Es decir, una frontera que busca la polarización política, aunque sea jugando con fuego. En la medida en que Vox se consolide y tienda hacia la moderación para captar votos del PP, surgirán a su derecha grupúsculos radicalizados que convertirán en una mala anécdota a la extrema derecha actual. De hecho, ya han asomado los primeros movimientos.

Aislar al verdadero fascismo no solo es una obligación desde el punto de vista político sino, sobre todo, ética o moral, como se prefiera

Esto es lo que ha pasado, por ejemplo, en EEUU con Trump, a menudo catalogado como fascista pero que, lejos de restarle votos, los ha aumentado. Es decir, llamar fascista a alguien, y aquí está la paradoja, hace crecer el respaldo electoral, como ha sucedido en Francia con los Le Pen. Y esto es así porque sus seguidores, procedentes de todos los estratos sociales, no se sienten concernidos por el epíteto, lo cual les deja las manos libres para actuar, como sucedió recientemente en el ataque al Congreso de EEUU. Entre otras razones, porque la política, por su propia esencia debido a que dirime el conflicto social, se construye sobre antagonismos. Se afirma por negación del adversario político.

No es un asunto menor. El hecho de que detrás de espacios políticos radicalizados se sientan a gusto millones de electores, aunque la inmensa mayoría no se sienten fascistas o comunistas en el sentido auténtico del término, hace que la política se aleje de la racionalidad y transite hacia el espacio de las emociones. Hacia los antagonismos más primarios. Es decir, la cosa pública pierde su verdadero valor, que es el ámbito de la razón y de los argumentos, en favor de planteamientos identitarios: blancos vs. negros, heterosexuales vs. homosexuales o fascistas funcionales (los verdaderos son otra cosa) contra demócratas.

Todos fascistas

Este fenómeno, alimentado desde algunas posiciones supuestamente de izquierda y, por supuesto de la derecha desde radios amigas o televisiones que buscan solo el pensamiento binario y el espectáculo, puede explicar en parte el auge de determinadas movilizaciones al calor de determinados sucesos políticos, como el encarcelamiento de los independentistas catalanes o la entrada en prisión del rapero Pablo Hasél, quien ha construido su discurso –si se puede hablar así de alguien que desprecia la inteligencia– en torno al término fascista. Hasél va más allá e incluso incluye en esa categoría al PSOE y a los dirigentes de Unidas Podemos, lo que revela la degradación que ha sufrido algo tan repugnante como el fascismo.

Lo chocante es que para llevar adelante esa estrategia necesitan convertir la lucha contra el presunto fascismo en un espectáculo de televisión, lo que les garantiza la audiencia adecuada. Algunos lo han llamado ‘porn riot’, algo así como pornografía de los disturbios, que se produce cuando coinciden en el tiempo la estrategia de grupúsculos radicales con los intereses comerciales (también informativos) de las cadenas de televisión.

Esta es la lógica en la que se mueve hoy cierta política. Las vísceras frente a la razón, la descalificación frente a los argumentos, cuando está demostrado que el desprecio de la razón es la verdadera cuna del fascismo en cualquiera de sus versiones. Vox es extrema derecha y está profundamente equivocada, pero hablar de fascismo es frivolizar palabras terribles, como cuando Hasél habla de que España es un país fascista o que cunde la represión de la libertad de expresión, lo que no es incompatible con que su condena sea un disparate legal. Lo singular es que esa estrategia haya sido alentada por quienes tienen más que perder por el auge de la extrema derecha, que ha mamado del poder por razones electorales.

Ni qué decir tiene que esa estrategia puede ser útil en el corto plazo. Aislar al verdadero fascismo no solo es una obligación desde el punto de vista político sino, sobre todo, ética o moral, como se prefiera. El propio Umberto Eco ha escrito en alguna ocasión que en los 90 muchos italianos se preguntaban si la resistencia de los partisanos tuvo un impacto determinante sobre la guerra. Y el semiólogo italiano siempre decía que para su generación esa cuestión no tenía relevancia alguna. Lo realmente importante era el significado moral y psicológico de la resistencia.

Conviene recordarlo antes de que suceda lo que escribió Kierkegaard en ‘O lo uno o lo otro’, donde habla del necesario equilibrio entre lo ético y lo estético. En una ocasión, escribió el pensador danés, se declaró un incendio entre bastidores en el teatro en el que actuaba un payaso. El payaso salió al escenario para avisar al público. Pero este, que asistía divertido a la función, creyó que se trataba de un chiste y aplaudió gustoso. El payaso repitió el anuncio y los aplausos fueron todavía mayores. «Así creo –decía Kierkegaard– que perecerá el mundo: en medio del aplauso general de la gente respetable que pensará que es un chiste».