Ignacio Camacho-ABC

  • Aunque Iglesias lleve a menudo su provocación demasiado lejos, Sánchez no pasará de fingir que frunce el ceño

En las timbas de tahúres siempre suele haber un primo, una víctima propiciatoria a la que desplumar, y si a los cinco minutos de empezar no lo has identificado lo más probable es que el candidato a pringado seas tú. En política sucede lo mismo: si un ciudadano no acaba de distinguir a quién beneficia y a quién perjudica un conflicto es que el conflicto es falso y que unos dirigentes ventajistas se han puesto de acuerdo para timarlo. La supuesta tirantez entre Sánchez e Iglesias apunta a una añagaza de esta clase, una impostura más o menos consensuada con la que atrapar en el garlito a los votantes. El jefe de Podemos sobreactúa en un papel de activista subversivo -que no le cuesta ningún trabajo porque se ajusta al demagogo que lleva dentro- para frenar la indiscutible caída de expectativas que ha provocado su desclasamiento, su conversión en un cacique que mientras su partido se desploma ha colocado a un clan familiar y amistoso en el Gobierno. El presidente le deja margen y aparenta distanciarse para aparecer ante el electorado de izquierdas como un líder moderado y responsable. Y ambos fingen tensar la cuerda del pacto a sabiendas de que esa escenificación conviene a las dos partes; a uno porque le permite volver a posar como tribuno populista y agitador de la calle y al otro porque cree que esa deriva cimarrona del aliado lo refuerza por contraste en su perfil de gobernante.

El enfrentamiento interno sólo existe, en realidad, a ojos de quienes se creen el simulacro. Es decir, de los simpatizantes socialistas más sensatos, de unos cuantos ministros molestos por las trabas que los socios ponen a su trabajo y, sobre todo, de una derecha política y sociológica escandalizada ante el abierto cuestionamiento de las bases del Estado. Este último sector es el otro objetivo preferente de una estrategia que también busca la radicalización del adversario mediante una dialéctica bipolar que haga crecer el voto de la indignación, del hartazgo, y achique el espacio al centrismo liberal y al conservadurismo templado. Ese proceso ya está ocurriendo. Y por eso, aunque Iglesias lleve a menudo su provocación demasiado lejos, Sánchez no hará otra cosa que figurar que frunce el ceño. Le conviene avivar ese fuego que debilite la estructura de los rivales, acentúe sus desacuerdos y le conceda a él la posibilidad de expandirse hacia una ficticia posición de centro.

Tal vez, incluso, con la legislatura ya bien avanzada y las elecciones próximas, llegue la ocasión de teatralizar una ruptura… y luego volver a aliarse después de las urnas, en las que el sanchismo espera obtener una correlación de fuerzas más favorable y una ventaja más robusta. Ése será el momento de recoger las cartas, llevarse las ganancias y dejar a los primos con el pasmo en la cara por no haberse dado cuenta de con quién se la jugaban. El botín de la partida se llama España.