Cristian Campos -El Español
Hasta en los cuernos se parecen nuestros golpistas a los suyos. Pero ha sido entrañable, casi cómico, ver a nuestros populistas nacionales retorcerse como una lámina de katsuoboshi caliente mientras intentaban encontrar, desesperados, las inexistentes diferencias entre el trumpismo y su totalitarismo, su golpismo, su odio a todo lo que une a los españoles y su adicción de yonqui desahuciado a todo lo que les separa.
Ellos lo han intentado, eso sí, con esa falta de pudor y esa chulería fascista de la que hablaba en otra columna. Las democracias libran una guerra fría con los populismos y el arma de estos para defenderse siempre ha sido la misma: desviar el debate hacia el eje ideológico. «¡Que viene la ultraderecha!» dicen los totalitarios de izquierdas y los nacionalsocialistas del agrocarlismo provincial. «¡Que viene Soros!» braman los otros.
Aquí no hay, no ha habido nunca de hecho, una batalla entre derechas e izquierdas. Aquí lo que ha habido es una batalla entre populistas y demócratas.
El pecado nuclear de Pedro Sánchez no ha sido aprobar la ley de la eutanasia, aumentar el salario mínimo o exhumar a Franco. Todas esas han sido medidas previsibles de un gobierno de izquierdas que ha ganado las elecciones y que gobierna de acuerdo a su visión de la realidad.
El pecado nuclear de Sánchez ha sido abrir la puerta de Moncloa, es decir del centro de mando del Estado, a un partido como Podemos. Un partido cuyas convicciones democráticas no son estructurales, sino instrumentales.
Eso es el populismo: un totalitarismo que utiliza la democracia como herramienta para alcanzar el poder y poder acabar así con la democracia en beneficio de una democracia con apellido.
Es decir, en beneficio de una «democracia popular» o «del pueblo» que tiene de verdadera democracia lo mismo que nuestros populistas nacionales de verdaderos demócratas.
Ahora quizá ya es tarde. Las democracias deberían haber puesto pie en pared hace tiempo frente a la deriva populista.
Ahora los antifa, los woke, los conspiranoicos y demás santones churriguerescos del populismo se han infiltrado en los gobiernos, en los sindicatos, en las universidades, en las televisiones, en las empresas y hasta en los bancos. Están por todos los lados, como el chapapote de la democracia que son.
El populismo es una carcoma que devora la carne de las instituciones hasta que de estas no queda ya más que un cascarón vacío. No hay mejor metáfora de la metáfora que ese Capitolio vaciado de congresistas y relleno de catetos con banderas confederadas.
Un Capitolio asaltado por el populismo ya no es el Capitolio, sino sólo un vertedero de idiotas con sede en un marco incomparable.
Mi confianza en la responsabilidad institucional de este PSOE de Pedro Sánchez es escasa, por no decir minúscula. Pero lo ocurrido en los Estados Unidos debería servirle al presidente para darse cuenta de que el camino que ha escogido junto a Podemos, ERC, EH Bildu, BNG, Compromís y demás confederados con cuernos de la España negra conduce, por la carretera más recta posible, al conflicto civil entre españoles.