IGNACIO VARELA-El Confidencial
- Para gobernar en España, la derecha necesita conseguir por sí sola la mayoría absoluta o, en su defecto, que el PSOE renuncie a la fórmula Frankenstein
El PSOE perdió la mayoría absoluta en 1993, y se dispuso a gobernar en minoría, aunque ya entonces la suma de socialistas, comunistas y todos los nacionalismos daba una mayoría aplastante de 203 diputados. Tres años después (1996), cuando Aznar ganó por los pelos, Felipe González podría haber articulado una alianza como la que hoy sostiene a Sánchez y garantizarse una quinta legislatura en el Gobierno con 186 escaños. No se les pasó por la cabeza a él ni a nadie de su partido.
Esa misma coalición habría proporcionado a Zapatero 199 escaños en 2004 y 193 en 2008, pero también prefirió gobernar en minoría. Ya con Sánchez en Ferraz, la fórmula Frankenstein tenía 186 diputados en 2015 y 180 en 2016. Intentó hacerlo, pero su partido, que aún era un organismo vivo, no se lo permitió.
Así pues, en todas las elecciones excepto en las dos mayorías absolutas del PP (2000 y 2011), la suma del PSOE con su izquierda y con todos los nacionalistas ha habilitado sistemáticamente una mayoría parlamentaria como la actual, de igual o superior tamaño. Sánchez se ha limitado a consumar lo que sus antecesores no quisieron ni considerar.
Esa alianza no se produjo antes por un justificado rechazo recíproco. El PSOE nunca quiso embarcarse en semejante aventura, aunque ello supusiera en algún caso permitir que gobernara el PP; por su parte, comunistas y nacionalistas radicales siempre tuvieron buenos motivos para recelar del PSOE como socio (tantos como tienen ahora para abrazarlo). Es pertinente, pues, preguntarse por qué el PSOE actual ha vencido sus escrúpulos históricos para caminar de la mano de la extrema izquierda y de los nacionalismos rupturistas; y qué han visto estos en Sánchez que les garantiza las franquicias políticas que jamás les ofrecieron las versiones anteriores del Partido Socialista.
En cuanto a una posible alternativa, las cifras son concluyentes. Para gobernar en España, la derecha necesita conseguir por sí sola la mayoría absoluta o, en su defecto, que el PSOE renuncie a la fórmula Frankenstein. En la situación actual, lo primero es improbable y lo segundo, impensable.
Para el PP, no es suficiente lograr una recomposición drástica de las fuerzas de la derecha, recuperando votantes de Vox y absorbiendo a Ciudadanos. Ello quizá le permitiera ser el partido más votado y el grupo más numeroso en el Congreso, pero no alcanzaría para llevarlo al Gobierno. Si el PSOE mantiene su fuerza y se asocia con el partido a su izquierda (antes IU, ahora UP) y con todas las expresiones del nacionalismo centrifugador, el empate entre izquierda y derecha se desequilibra inexorablemente y resulta en una mayoría como la actual. El designio de perpetuar ese mecanismo es lo que induce a Pablo Iglesias a cegar la viabilidad de una alternancia en el poder durante muchos años.
En las dos ocasiones en que la derecha alcanzó la mayoría absoluta, concurrieron dos circunstancias. Primero, un alto grado de agrupación del voto en su espacio. Segundo, un trasvase importante de votantes procedentes… del Partido Socialista. No basta con que suceda una de las dos cosas, tienen que darse ambas.
Existe la idea preconcebida de que en España los dos grandes bloques ideológicos son electoralmente impermeables entre sí. No es cierto. Tanto en 2000 (mayoría absoluta de Aznar) como en 2011 (mayoría absoluta de Rajoy), no menos de dos millones de votantes anteriores del PSOE decidieron apoyar al PP. El desgaste brutal del Gobierno de González tras más de 13 años en el poder y el fracaso estrepitoso del de Zapatero ante la crisis económica de 2008 causaron esa pérdida masiva de votos hacia su máximo rival. Solo eso, además de la concentración del voto en su espacio, hizo posible que la derecha rebasara con holgura los 176 escaños.
Traigamos el análisis al momento actual. Lo que distingue este periodo de los anteriores es que mientras Sánchez pueda mantenerse en el poder pactando con quien haga falta, lo hará sin vacilar cualquiera que sea la situación del país. Quizá Pablo Casado confíe en que el efecto combinado de la depresión económica y de las contradicciones en el bloque oficialista deteriore gravemente la base de apoyo social del Gobierno; es muy probable que así suceda. Pero le servirá de poco si el desgaste gubernamental no se traduce en un drenaje caudaloso de votos del Partido Socialista hacia la alternativa de centro derecha, como ocurrió en 2011. Y eso no es sencillo ni se produce inercialmente.
Es cierto que las alianzas de Sánchez y sus prácticas de gobierno generan dudas y malestar en un sector relevante (más cualitativa que cuantitativamente) de su electorado. Es el votante huérfano de la socialdemocracia, ligado emocionalmente a la Constitución, del que habla Felipe González. Pero también lo es que la presencia condicionante de Vox en la alternativa de gobierno opera como un potentísimo factor disuasorio que bloquea cualquier tentación de cambio.
El eje de la estrategia monclovita es convertir el voto huérfano en cautivo. Sembrar la frontera de minas y alambradas, hacerla intransitable. Que resulte más perentorio frenar a la extrema derecha (la “emergencia antifascista” de Iglesias) que castigar al Gobierno por sus fracasos o a Sánchez por sus amistades peligrosas. Que las próximas elecciones no sean sobre el Gobierno, sino sobre una alternativa contaminada de lepenismo. Polarización a mansalva. Si pudieran, desenterrarían a Franco todas las semanas (de hecho, lo hacen).
La tarea de Casado es ciclópea. Se trata de construir en tres años una alternativa de poder creíble, viable y deseable. Que pueda a la vez volver a aglutinar a la derecha en un espacio moderado y ofrecerse como un recipiente habitable para los votantes huérfanos de la socialdemocracia —lo que es incompatible con la presencia de Vox en la ecuación—. Por el camino, tiene que limpiar sus propias siglas de los estragos de la corrupción y reparar el genocidio interno que él mismo realizó en su partido tras ganar aquel congreso de carambola.
Hoy por hoy, el líder del PP solo puede cantar a Abascal el verso de la famosa copla: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Contigo, porque me matas; y sin ti, porque me muero”. Mientras el PP no salga de la perplejidad y Ciudadanos de la melancolía, el partido sanchista puede vivir tranquilo con su tropel de amigos extremistas y con Vox como el contrincante soñado.