- Me ha sorprendido el fervor con que algunos ridiculizaban a quienes pedimos el voto para la izquierda en un manifiesto
“Il faut cacher sa vie”, dice sabiamente Montaigne. En España, ahora mismo, es un consejo necesario. Hay que esconderse, en la medida de lo posible. Hay que escaparse, aunque uno no se mueva de su sitio. Los meses del confinamiento forzoso nos educaron en la paciencia y en la cautela; nos enseñaron a permanecer quietos, a guardar distancias, a nutrirnos mejor de lo íntimo y de lo muy cercano, de nuestras propias reservas, como animales que hibernan, de nuestras capacidades imaginativas. Cada cual pudo aprender por su cuenta lo que valía la pena de verdad y lo que solo era accesorio. La austeridad forzosa dejaba en suspenso el delirio consumista de las posibilidades ilimitadas. En España, donde el pensamiento ecologista provoca una agresividad inusitada entre los intelectuales conversos al libertarismo, cualquier atisbo de reflexión sobre otras formas posibles de organización de la vida recibía la dosis preceptiva de burla: qué buenistas, qué cursis eran los que celebraban el regreso del aire limpio y los pájaros al cielo de las ciudades. En ese momento aún lo sorprendía a uno la coincidencia entre mentes de tan alto voltaje y la presidenta de la Comunidad de Madrid, célebre ya entonces por vindicar como atractivos de Madrid los atascos de tráfico de los viernes por la noche, y por asegurar que la contaminación no tiene efectos dañinos sobre la salud.
Otra lección española que hemos aprendido, o que no deberíamos haber olvidado, es que la voluntad de negación y derribo puede ser mucho más poderosa que la de preservar lo valioso o levantar algo nuevo y mejor. Con tal de no dejar tregua al Gobierno de Pedro Sánchez la derecha estuvo dispuesta hace seis meses a que no saliera adelante una herramienta tan fundamental contra la pandemia como el estado de alarma. Con una desvergüenza que deja sin aliento, que desafía la credulidad, estos mismos sujetos que el año pasado acusaban al Gobierno de cercenar las libertades y arruinar la economía ahora lo acusan de haber dejado sin efecto aquello mismo que ellos denostaban, y obscenamente cargan de antemano sobre sus espaldas las cifras de muertos que puedan aumentar. En ningún otro país de Europa se pone tan descaradamente por encima del bien común en un tiempo de crisis la determinación metódica de hundir cuanto antes al Gobierno saboteando las tareas ya tan difíciles que tiene por delante, tareas literales de vida o muerte, de supervivencia o ruina.
A mí el espectáculo de la vehemencia española en destruir y de la alegría por el fracaso ajeno más que por el éxito propio me da escalofríos. Me dan ganas de irme, de salir huyendo, de recluirme en un exilio interior, ahora que de nuevo es tan difícil cruzar fronteras. Iba por la calle la medianoche del sábado pasando junto a terrazas atestadas y cruzándome con multitudes irresponsables y beodas y me sentía un extranjero sin remedio. Me había sorprendido el fervor con que algunos colegas parecían haberse puesto de acuerdo, durante la campaña electoral en Madrid, para poner en ridículo y hacer escarnio de quienes habíamos firmado un manifiesto solicitando el voto para las opciones de izquierda: señoritos pijos todos nosotros, paniaguados, tontos útiles, más o menos débiles mentales, hipócritas o biempensantes que por ganarnos dignamente la vida por nuestro trabajo no tenemos derecho a reclamar la justicia social ni la igualdad entre las personas. Pero más me sorprendió el gozo impúdico con que alguno de esos mismos colegas celebró después no tanto la victoria de la derecha y la extrema derecha en las elecciones, sino la derrota de la izquierda, y sobre todo el disgusto que nos habríamos llevado “los abajo firmantes”. Reírse de los que han perdido es un gesto de gran nobleza moral.
En ningún otro país de Europa se pone tan descaradamente por encima del bien común en un tiempo de crisis la determinación metódica de hundir cuanto antes al Gobierno
Para una vez que se les haya pasado la risa, a mí me gustaría preguntar, a esas personas a las que se les da tan bien la negación y el sarcasmo, cuáles son sus afirmaciones, qué cosas hay que no les parecen despreciables, o dignas de esos golpes de ingenio bilioso que despiertan la carcajada. Todos nos pasamos de listos, y se nos da muy bien reírnos de las tonterías de los otros, y ver en ellos un ridículo del que misteriosamente nosotros mismos estamos exentos. El que más y el que menos todos nos hemos reído de la coleta o del moño de Pablo Iglesias: pero cuando un fascista dice en un mitin, alentado por una chusma bronca, que a Pablo Iglesias le van a cortar las dos orejas y el moño, y que lo van a echar de España, la risa se nos hiela, y se nos vuelve vergüenza ajena y propia. Es muy fácil reírse de las tonterías y las ridiculeces de la izquierda. El problema empieza cuando esa burla ya no se extiende a las tonterías y las ridiculeces de la derecha, y sobre todo cuando la burla y el desagrado hacia lo penoso de la izquierda lo distrae a uno de las cosas que importan de verdad.
Uno se define por aquello que afirma, no por lo que niega. Se niega algo porque se afirma algo. Se niegan el racismo y la homofobia porque se afirman la igualdad entre las personas y el derecho de cada uno a una vida libre y digna. La libertad del privilegio del dinero y de la posición social no puede ejercerse a costa del derecho universal a la salud, a la educación, al aire limpio, al agua limpia, a la seguridad personal, a la igualdad ante la ley. La OCDE acaba de denunciar que España es el país de Europa en el que hay más escuelas gueto, porque los hijos de los más pobres y de los inmigrantes van solo a escuelas públicas desbordadas y con pocos medios y no a las privadas ni a las concertadas, que se financian con el dinero de todos.
Durante todos los años que la derecha lleva gobernando en Madrid su empeño constante ha sido reducir el ámbito de la enseñanza pública, igual que el de la salud pública. Dos bienes tan sagrados como la educación y la sanidad ofrecen posibilidades suculentas de negocio privado. Firmé un manifiesto y deposité un voto en defensa de unos pocos ideales concretos que caben en un folio, y que son tan poco revolucionarios que han fundado el consenso de la mejor política europea desde hace casi tres cuartos de siglo. Un cierto grado de exilio interior no me parece un precio excesivo por seguir defendiéndolos, incluso si viene acompañado por el sarcasmo de las brillantes inteligencias congregadas en torno a Isabel Díaz Ayuso.