La caída de Mariano Rajoy, aunque motivada y conseguida en última instancia por una sentencia judicial que simboliza con toda la crudeza la descomposición del Partido Popular, no se debe exclusivamente a ese episodio; ni siquiera es consecuencia principal de la corrupción.
La moción de censura contra Rajoy triunfó, sobre todo, por el agotamiento de un líder, de un partido y de una forma de hacer política que corresponden a otra época. Rajoy ha caído por la corrupción, sí, pero más que eso, por su incapacidad de dar respuesta a problemas nuevos —el ansia de identidad, la desigualdad, el deterioro institucional, el descrédito de la democracia liberal— para los que no sirve un líder anquilosado, con un partido autoritario y una política mediocre y displicente que no conecta con ciudadanos insatisfechos y furiosos en todo el espectro político, social y generacional. Dicho de otra forma, Rajoy no solo ha sido derrotado por la corrupción —de hecho, el mismo partido corrupto ha ganado muchas elecciones en España en los últimos años— sino que ha sido arrastrado por el viento áspero que hoy está devastando el establishment en medio mundo.
La expresión máxima del fracaso de Rajoy es Cataluña. Sin poner en duda que son los líderes y partidos independentistas los culpables de la crisis que tanto daño está causando en la sociedad catalana, es indudable a estas alturas que Rajoy ha sido incapaz de dar la respuesta adecuada, y que su reiterada apelación a la ley y al ordenamiento constitucional, no solo ha sido insuficiente para contrarrestar el desafío separatista, sino que ha devaluado la ley y el ordenamiento constitucional.
La explosión ultranacionalista y populista en Cataluña, contestada con un tímido pero significativo resurgimiento del nacionalismo español, es la misma que hemos conocido en Hungría, en Polonia o en Italia. También en Estados Unidos y en Reino Unido, en Alemania y Francia. En España, se ha llevado por delante al líder y al partido más expuesto, al que estaba en el Gobierno —reparemos en el hecho de que el repudio a Rajoy es tanto o mayor entre sus propias filas que en las de sus rivales—, pero corremos el riesgo de que el reguero de pólvora avance y provoque más daños si no somos capaces de atajarla a tiempo.
La mejor respuesta la debería articular la izquierda socialdemócrata. En teoría, solo desde ese campo se pueden elaborar hoy en España el conjunto de ideas de progreso social, solidaridad, respeto a la diversidad y voluntad reformista que podrían poner freno al populismo y el nacionalismo que aquí, como en Italia, acabarán imponiéndose si no hay una contestación. Desafortunadamente, ni es seguro ni es fácil que la haya.
En la forma en que se comporte ese Gobierno está en juego el futuro del Partido Socialista
La llegada de Pedro Sánchez al Gobierno ha sido recibida en la izquierda, lógicamente, con enorme ilusión. Se ha querido destacar el aire fresco que acarrea, la esperanza que se abre para un nuevo estilo de hacer política, con más diálogo, más atención a los problemas sociales olvidados en unos años de exclusiva dedicación a la recuperación económica, más limpieza, mejores formas. La izquierda, como todos, es presa en estos tiempos de un clima emocional que lo distorsiona todo y que aborta precipitadamente cualquier reflexión racional, hasta el punto de que la demanda de elecciones pueda convertirse en una reivindicación reaccionaria.
Por lo demás, es comprensible el voluntarismo de la izquierda al pretender, después de unos años difíciles, agarrarse a un instrumento tan frágil y contradictorio como este Gobierno para soñar con un tiempo nuevo que, en realidad, solo puede ser fruto de un trabajo mucho más concienzudo y acertado.
Hay una oportunidad para la izquierda, es verdad. Pero el Gobierno que se constituirá en los próximos días no es esa oportunidad. Para que el centro-izquierda pueda dirigir el programa profundo de reformas que se requieren a fin de atajar el populismo y el nacionalismo tiene, en primer lugar, que ganar unas elecciones para llegar al Gobierno. Todo lo demás —lo de ahora— puede ser inevitable para atajar una crisis coyuntural, necesario para llenar un vacío institucional, pero en todo caso circunstancial y transitorio. Ningún Gobierno sin el respaldo de las urnas tiene la legitimidad necesaria para conducir la regeneración moral, la modernización económica y los cambios políticos que requiere España.
El Gobierno que va a constituir Pedro Sánchez solo puede ser, por tanto, breve y de transición. Y en la forma en que se comporte ese Gobierno durante esa transición está en juego el futuro del Partido Socialista. Aún sin corrupción en sus filas —o, al menos, sin el volumen demoledor del PP—, el PSOE puede acabar siendo víctima de la misma ola que ha arrastrado a Rajoy. Y lo será si interpreta su llegada al Gobierno como un éxito de su política de los últimos años y no como lo que en realidad es: un regalo caído del cielo.
Si Sánchez gobierna con quienes le han apoyado corre el riesgo de ser devorado por ellos
Por supuesto que los regalos hay que aprovecharlos, pero, sobre todo, hay que analizarlos, porque a veces están envenenados. Este le llega a Sánchez, no por sus méritos, sino porque los nacionalistas —como algunos dijeron expresamente en el debate de esta semana— han querido castigar a Rajoy y al Gobierno de España, y porque Podemos observa una oportunidad de marcar de cerca al PSOE y remontar su propia crisis existencial, agudizada en las últimas semanas.
Un claro indicador de que la llegada al poder de Sánchez no es la prueba de la fortaleza de su política es que, al igual que Rajoy, no ha querido someterla al escrutinio de las urnas. Es muy sintomático que ninguno de los tres partidos tradicionales que quedan en el Parlamento —PSOE, PP y PNV— quiera convocar elecciones. Más que sintomático, es la prueba de que se sienten inseguros ante las turbulencias que sufre el sistema político, que temen ser arrasados por ellas. Sánchez debería ser consciente de que protegerse sin más durante unos meses al calor de La Moncloa no le va a evitar una suerte similar a la de su antecesor en el cargo. Entre otras cosas porque su Gobierno estará apoyado por las fuerzas que, a la larga, quieren acabar con él.
Sí existe ahora, sin embargo, la oportunidad de sentar las bases para una alternativa de centro-izquierda que se distancie claramente de las opciones populistas, que le hable con sinceridad a los ciudadanos sobre los sacrificios que hoy toca hacer para competir en la globalización, que apuntale el Estado de bienestar, que modernice la economía, que vitalice la investigación y la ciencia, que proponga leyes para limpiar la política, para reparar el sistema electoral, que aborde un nuevo modelo territorial y plante cara al nacionalismo excluyente, que intente recuperar el orgullo ciudadano en un proyecto colectivo, más justo, más igualitario. Existe, por supuesto, un espacio en el centro-izquierda. No es el que ocupa hoy este Gobierno. Y no queda mucho tiempo para encontrarlo. Si Sánchez se empeña en gobernar con quienes le han llevado a la presidencia, corre el riesgo de ser confundido y, en última instancia, devorado por ellos. Si convoca elecciones y aprovecha este tiempo para exponer el perfil de un centro-izquierda reformista y moderno, justamente en contraste con quienes le han jaleado esta semana, aún puede haber una oportunidad.