Herencia bananera

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 30/07/14

Manuel Montero
Manuel Montero

· En el relato de Pujol subyace la idea clásica de que engañar a Hacienda resulta un empeño noble: uno defrauda y, si le pillan, confiesa para ser perdonado.

Si el relato de Pujol sobre el origen de su fortuna clandestina corresponde a la realidad, el personaje más singular de esta historia familiar es su padre. No sólo por su capacidad de hacer dinero opaco en cantidades ingentes: por lo que cuenta su hijo, la tela estaría ya oculta cuando la herencia; y esta daba para mantener con prodigalidad a ocho herederos. Pero lo más admirable es la decisión de dejarlo todo a sus siete nietos y a la mujer de su hijo, saltándose a este. No se ve todos los días lo de dar la herencia a la nuera y no a la propia sangre, ni lo de saltarse a la criatura de sus entrañas, todo por los nietos, entonces de 22 años para abajo. Enternecedor.

El abuelo y padre debía de ser un hombre de criterios peculiares, de creer la versión del hijo. La razón para apartar a Jordi de la herencia fue su profesión, político, a su juicio de poco fuste y poco propicia para prosperar. En esto se equivocaba o conocía mal a su hijo, quizás más espabilado de lo que él creía, pero asombra su lógica: como la dedicación de su hijo resultaba de riesgo y podía quedar de patitas a la calle, el padre decidió dejarle sin el colchón de la herencia. Para que su ruina fuese completa si le iba mal la política, cabe suponer: que aprendiese para la siguiente vida. Nada de asegurarle un pasar digno. Que tuviese que pedir o humillarse ante sus hijos y esposa.

Así se construyen las grandes fortunas familiares. Dejando la herencia a unos, quitándosela a otros, para que les resulte un acicate y se esfuercen por sí mismos.

La estrategia ha funcionado. Por lo que se ve, Jordi se aplicó y mejoró el peculio familiar; y los nietos han salido unos limas, todos nadando en la abundancia.

Siguiendo la versión del honorable confeso, todo fue más o menos limpio, sólo que no dijo lo que había. Lo mismo piensa el honorable actual: esto es un asunto «privado», no tiene implicaciones políticas. Hubo fraude fiscal, pues no encontró tiempo para regularizar –ni lo ha tenido hasta que oteaban el tinglado los investigadores, unos buitres–, pero eso queda en la esfera personal. Subyace la idea clásica –quizás vigente en la Cataluña progresista– de que engañar a Hacienda resulta un empeño noble, incluso para el pontífice máximo. Uno defrauda, y en el peor de los casos (es decir, si le pillan) ha pecado. Entonces lo confiesa y las faltas le serán perdonadas, al menos en la nación propia, que no hay nada que hacer con España: nos roba y saca estas menudencias para castigar a los catalanes.

Resulta peregrino que Pujol se diga el único culpable por administrar la herencia oculta. Y eso que asegura que no era suya, sino de la señora e hijos: de ser así, no tendría responsabilidad desde que estos llegaron a la mayoría de edad, hace un par de décadas.

Si esta martingala cuela, será la mayor hazaña político-financiera de los Pujol y la confirmación de que Cataluña es una unidad de destino en lo particular, aferrada a los criterios atávicos de que todavía hay clases: señores y paganos.

Esta confesión suena a marrullería para ingenuos. Tendrá su explicación: si un prestidigitador engaña al público 34 años, pensará que podrá repetir el efecto con otro truco. Al margen de estas triquiñuelas, el asunto es gravísimo. Incluso si la fortuna no tiene otros orígenes que los declarados, el hecho lacerante sería que ha habido un presidente de Gobierno con un patrimonio colosal pero desconocido. No encontramos ningún caso comparable en España. Estas cosas no suelen pasar en las democracias, suena a república bananera. Pudo suceder que decisiones políticas estuvieran influidas –contaminadas– por los intereses personales, que se ignoraban, contra lo que exige la mínima transparencia democrática. Hasta el victimismo, tan frecuente, podría tener tales motivos espurios.

Resulta llamativo que la opinión pública local, tan susceptible con los tratos económicos que reciben de ‘España’, no pillara en más de tres décadas los desafueros que se cometían en Cataluña y no por personas de segunda fila. Como si los de casa tuvieran bula, gozaran de inmunidad o la subvención invitara a mirar para otro lado.

La imagen catalanista es la de una Cataluña avanzada y europea, frente a los desaguisados españoles. Todo indica, sin embargo, que el descontrol anidó allí con fuerza. Los casos de corrupción que han saltado presentan algún rasgo diferencial, como la colaboración de gentes de distintas tendencias en un mismo desaguisado. Haberlos haylos y por lo que se ve con un grado de consenso más o menos institucionalizado, al socaire de la presunción de modernidad y de afirmarse en las esencias propias. En el seny, que se decía antes. La imagen final es de autonomía bananera.

No podría preverlo el padre de Jordi, pero su herencia tuvo un curioso efecto colateral. Al hijo le salían una y otra vez las palabras decencia y moral para exigírselas a los demás. Sería rebelión del subconsciente, que le haría pensar en su doble vida. La paradoja: el catalanismo se construyó sobre las imprecaciones éticas y el repudio de las corruptelas cometidas en el resto de España. Ya lo dice una declaración de principios de la Fundación Jordi Pujol: «el oficio de político es noble […] pero […] sólo será capaz de recuperar el crédito social si el ejercicio de la política se vincula estrechamente a la ética». Dime de qué presumes.

Será un asunto privado, una cosa nostra como si dijéramos, pero tiene enjundia pública. Sobre todo pesa una razón: el nacionalismo se basa en el convencimiento de la superioridad moral y ya me dirán cómo mantener el cuento tras el destape.

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 30/07/14