SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

El ministro del Interior en funciones es un hombre singular. Tener que repartir la razón a cazos entre las partes es un ejercicio notable de ecuanimidad. En 24 horas escasas montó un pollo a la Guardia Civil por no haberle dado detalles previos de la operación que se saldó con las detenciones de nueve miembros de los CDR a los que se ocupó una cantidad considerable de material para fabricar explosivos, con los que pretendían atentar contra el cuartel de la Guardia Civil de Canovellas, después de haberlos probado en una cantera. También les fueron ocupados planos y planes y las detenciones fueron ordenadas por el juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, después de haberlos investigado y grabado durante el último año y medio.

Grande-Marlaska, que es la prueba viviente de lo escasamente descriptivos que resultan a veces los nombres de las personas, asumió un papelón cuando a su jefe natural, el disfuncional presidente del Gobierno, le preguntaron en su performance americana por los detalles de la operación policial que había dado con los presuntos terroristas en la cárcel. «Me acabo de enterar por los medios de comunicación», dijo el doctor Fraude, que se confesó preocupado por la noticia. Marlaska también debió de sentirse preocupado por su falta de noticias sobre la noticia, lo que le llevó a abroncar a la Guardia Civil por no haberle dado información suficiente previa al operativo.

El caso es que estaba reunido en pleno el Parlamento de Cataluña el jueves por la tarde, cuando sus señorías tuvieron noticia de la decisión del juez de ordenar el ingreso en prisión de siete de los nueve detenidos (los otros dos habían sido puestos en libertad). Qué más quería aquella tropa. Entre unos presuntos terroristas y la Guardia Civil, Torra y su gavilla no tienen dudas: prefieren a los terroristas, aunque se les haya caído por vía de los hechos el calificativo de «presuntos». Y aplaudían mientras gritaban «Llibertat», en un guirigay a todas luces impropio de una cámara legislativa. El diputado de Ciudadanos Carles Carrizosa se vino arriba ante el ludibrio y, después de una discusión más bien acre con Ernest Maragall, dijo: «Nos sentimos amenazados por aquellos que respaldan el terrorismo» y manifestó sentir vergüenza por el espectáculo, lo que llevó a esa criatura lombrosiana que detenta la Presidencia de la Cámara a expulsarlo de la misma después de amonestarlo. Junto a él, abandonaron el Parlament sus 35 compañeros de grupo.

Los que respaldaban el terrorismo votaron resoluciones que no podían tomar: avalar la desobediencia civil e institucional, aprobar una amnistía, apoyar el derecho a la autodeterminación y la expulsión de la Guardia Civil de Cataluña. Nunca se llegó tan lejos en Euskadi durante los años duros. Nunca un lehendakari cayó tan bajo, aunque hay que tener en cuenta que comparados con Torra, Ibarretxe era un intelectual y Garaikoetxea todo un caballero.

Es la herencia del conflicto vasco, pero lo que anteayer aprobaron los secesionistas catalanes eran reivindicaciones que en Euskadi solo hacía el nacionalismo radical. Lo que no había habido nunca antes era un ministro como el de ahora, que conminaba a Carrizosa a «ser más cauto» en sus acusaciones a Torra.

Es admirable que los socialistas hayan cubierto de manera tan impresionante todo el espectro de posiciones posibles, desde esta admirable prudencia a los viejos tiempos en que los ministros del Interior tomaban partido hasta mancharse, como diría el viejo Gabriel Celaya. No era ni lo uno ni lo otro. Como dejó sentado el gran Ramón Irigoyen, «entre Sodoma y Pamplona hay un justo término medio, que es París».